Malentendidos del pensamiento nacional
La nueva Secretaría creada para Ricardo Forster aún no despejó las sospechas de que podría usar?el poder del Estado para favorecer, en el debate cultural, a la corriente ideológica con la que el Gobierno busca identificarse
Como sabe cualquiera que conozca un poco de historia de las ideas y las ideologías en la Argentina, cuando aquí se dice "pensamiento nacional" no se habla de todo el pensamiento que se produce en el país, ni siquiera de aquel pensamiento dedicado exclusivamente a los temas nacionales: Victoria Ocampo y el historiador marxista Milcíades Peña, por poner dos ejemplos contrastantes de dos figuras obsesionadas con la Argentina como problema, jamás podrían ser parte del "pensamiento nacional". O quizá sí, pensándolo mejor: Ezequiel Martínez Estrada pudo ser colocado por Jorge Abelardo Ramos como ejemplo máximo, junto a Borges, del "servilismo intelectual de un país colonizado" (Crisis y resurrección de la literatura argentina, 1954), y luego convertirse en una columna miliar del "pensamiento nacional". Y hasta el propio Borges, seguramente uno de los autores más incómodos para ese pensamiento, en las últimas décadas parece haber iniciado el mismo camino a través de lecturas "nacionales" bastante más sutiles que la de Ramos, que demuestran quizá sin quererlo lo que ha sostenido Gonzalo Aguilar en Episodios cosmopolitas en la cultura argentina: que muchas veces los experimentos estéticos más desafiantemente cosmopolitas -y más repudiados por ello por los cultores contemporáneos del "pensamiento nacional"- son los que muestran mayor capacidad a mediano plazo de ofrecer claves reveladoras sobre los dilemas culturales del país.
De todos modos, estas transformaciones de los propios linajes no hablan del pluralismo del "pensamiento nacional", sino de que se trata de un campo en constante redefinición (y en eso se parece a toda tradición intelectual). La mención de Ramos muestra, de hecho, que la idea de "pensamiento nacional" remite a algo diferente del nacionalismo sin más, ya que desde mediados de siglo XX quedó marcada a fuego por las interpretaciones de la "izquierda nacional" en su cruce con el peronismo, con algunos nombres inevitables, como el de Juan José Hernández Arregui, seguramente uno de los más normativos a la hora de definir quién era y quién no un "escritor nacional". Las listas que se confeccionaban entonces han cambiado, como han cambiado las diferentes operaciones de sustracción -como las llamó Roberto Schwartz- con que cada vez se busca componer ese esquivo cuerpo de "lo nacional". Sin embargo, estos cambios en los modos en que el "pensamiento nacional" se define -y que forman parte hace mucho, conviene decir, del programa de estudios de cátedras universitarias de historia intelectual en la Argentina como un tema más en la constitución de nuestra cultura-, no es lo que debe discutirse para valorar el sentido de la creación de una Secretaría de Coordinación Estratégica del Pensamiento Nacional en el ámbito del Ministerio de Cultura. También el revisionismo ha cambiado mucho -de una corriente de interpretación de la historia argentina se ha convertido en una exitosa rama de producción de best sellers para el mercado editorial-, pero eso no le quita gravedad a la creación estatal del Instituto Dorrego, con atribuciones especiales para llevar su versión revisionista de la historia a la escuela.
Porque si en términos de las ideas podemos decir que el "pensamiento nacional" no existe por fuera de la voluntad de sus cultores por darle un sentido, en términos político-institucionales la creación de esta secretaría subraya el uso estrafalario del Estado, ya que su propósito principal no puede ser otro que intervenir en la batalla para la definición de ese sentido. Está claro que ni en la fantasía de la mente más autoritaria, una Secretaría de Estado puede conseguir una uniformidad del pensamiento de un país -entre nosotros ni siquiera lo logró, intentándolo, la dictadura. El problema es que aun aceptando esa imposibilidad, una secretaría como la que se ha creado tiene que explicar entonces que su misión no va a ser disponer del poder estatal para hacer participar con ventaja a una corriente ideológica del debate cultural. Y nada de lo que ha dicho hasta ahora el flamante secretario Ricardo Forster apunta en esa dirección. Por ahora, su principal esfuerzo ha sido argumentar que, en tanto él se ha identificado siempre con una tradición intelectual muy diferente de la del "pensamiento nacional" -la del pensamiento crítico expresada, entre otras corrientes, por la Escuela de Frankfurt-, la constitución de esta secretaría estaría demostrando que "el proyecto es absolutamente abierto", tal cual sostuvo en un reciente reportaje de Página 12. Como si el sentido de una Secretaría de Estado pudiera explicarse ad hominem, cuando en verdad es exactamente lo contrario: no sólo los antecedentes de Forster no explican la función de la secretaría ni la facciosidad de su nombre, sino que deberían obligarlo a él a explicar su aceptación del cargo: la mera idea de una Secretaría de Estado para coordinar estratégicamente el pensamiento es una afrenta a la memoria de autores como Walter Benjamin o Theodor Adorno, con los que Forster sigue llenándose la boca.
Porque escuchándolo se puede pensar que se trata de un funcionario que, como parte de un gobierno de cambio, debe asumir en una institución heredada de un régimen anterior. Pero estamos ante una invención de este gobierno con el que Forster tanto se identifica, y que todo indica que fue hecha a medida para él. En efecto, se ha dicho que esta secretaría es una recompensa a uno de los intelectuales de Carta Abierta que han demostrado mayor ductilidad en su adhesión al Gobierno. Pero parece una explicación insuficiente: podría habérsele dado cualquier otro cargo, sin tener que inventar para él una secretaría de nombre tan incómodo (hasta el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, él sí miembro legítimo de la tradición del "pensamiento nacional", ha considerado muy desafortunado el nombre y se ha visto obligado a exprimir al límite sus recursos retóricos para explicar que un "nombre descaminado puede ayudar a encontrar un camino").
Creo, en cambio, que la secretaría y el cargo deben ser pensados como un nuevo capítulo de las relaciones entre peronismo y cultura de izquierda -esa encrucijada característica de nuestra historia intelectual tan bien definida por Carlos Altamirano-, con sus clásicos malentendidos que, en este caso, si se toma en cuenta el camino por el cual Forster llegó hasta aquí, han convertido lo que se pensó como un premio, en un ejercicio de sometimiento intelectual.
El autor es arquitecto y doctor en historia; director del Programa de historia intelectualde la Universidad de Quilmes
Adrián Gorelik