¡Mamá, se me perdió el abuelo!
Subestimamos a los chicos, y con eso nos subestimamos. Alguna vez tuvimos cinco meses o dos años. O tres. Pero cuesta ubicar en la espumosa madeja de la memoria el primer recuerdo. Así, pasamos por alto que en esa criatura se está fraguando de nuevo el universo. ¿O acaso existiría todo lo que existe si no estuviéramos para dar testimonio de su existencia? Una de las grandes preguntas de la filosofía, claro; pero al niño no le importa y su mente reconstruye la realidad sobre la base de sus experiencias.
Fue así como me volví una de las personas más desorientadas del mundo. No exagero. Nunca acierto con las salidas de las autopistas y una vez -no es broma- me quedé como cinco minutos dando vueltas en una circunvalación, porque no entendía hacia dónde debía dirigirme. Me extravío incluso con la ayuda del GPS; me llevó un año adecuar mis pasos a la ubicación de las habitaciones de mi nueva casa, y hasta me confunden los ascensores con dos puertas.
Durante muchos años me estigmaticé por este defecto que, siendo menor, resulta de lo más irritante. ¿Deshonroso? Puede ser. A veces siento que los desorientados somos una casta incomprendida.
-¿En serio no sabés si acá hay que doblar a la derecha o a la izquierda? -me apestillan, como si esto fuera obvio. No, para nosotros no lo es. Las diagonales ponen a prueba nuestros nervios, no menos que los shoppings. Y los mapas son un enigma doble. Primero porque no los entendemos y segundo porque la mayoría los consulta durante dos segundos y exclama: "Ah, ya sé, vení, es por acá". ¿Cómo lo hacen?
Unos años atrás, sin embargo, caí en la cuenta de un hecho extraño. Estábamos en algún bosquecito tupido. Solo árboles, cielo y el sol consejero. Al rato, la persona que me acompañaba se quejó de que no sabía bien dónde estaba o cómo volver. Era verdad. No había senderos ni letreros. No había calles, esquinas o manzanas. Nuestras huellas se habían borrado de la sosegada hojarasca. Sin embargo, para mí, el camino de regreso estaba claramente dibujado entre los pinos, los laureles y los plátanos. Había visto arbustos floridos y troncos derribados, y la inclinación de la luz me susurraba los puntos cardinales. Pero no de forma consciente, y eso fue lo que más me sorprendió. Porque siempre me había ocurrido lo mismo. Esa sensación poderosa, pero demasiado sumergida, de que cuando me encontraba rodeado de naturaleza algo en mi interior volvía a su centro. Y me orientaba de inmediato.
Pasé algún tiempo intrigado, hasta que recordé una anécdota de mi infancia, tan remota que no estoy seguro de si recuerdo los hechos o la narración que mi madre repetía, inexorable, en cada celebración familiar.
Durante esos años de la infancia en que reconstruimos el mundo, estuve rodeado por campo. No conocía la ciudad sino por brevísimas y opresivas visitas al médico. Mi brújula se alimentó de luz y de ramas, de nidos, colmenas y hormigueros. Cuando nada tenía todavía nombre, lo que subyace en los cimientos de la mente (y que tal vez la forja) me enseñó a orientarme con precisión. Pero esa destreza de poco me sirve cuando se me obnubila el horizonte con techos. letreros, flechas y rotondas.
Oh, claro. La anécdota. Una tarde, mi abuelo Torres vino de visita a la casita del campo, y lo llevé a pasear por mi pequeño bosque personal.
-No te preocupes -le hice saber, altivo-, conmigo no te vas a perder.
Don Torres, de quien heredé su especial sentido del humor, quiso hacerme una broma (o tal vez ponerme a prueba) y se escondió detrás de unos matorrales. Un momento después advirtió mi expresión preocupada. Lo llamé varias veces, pero no respondió. Entonces ocurrió algo por completo inesperado.
Contaba mi madre que salí corriendo, fui hasta la casa y, con los brazos en jarras y un poco resignado, como si el cincuentón fuese un chiquilín y no al revés, le dije:
-Mamá, se me perdió el abuelo.