Manuscrito: Beryl Markham y el principio de la aventura
Acabo de comprar mi primera bicicleta, lo que puede explicar la idea algo infantil de que sea roja (por lo menos no fue de Mi pequeño pony). Como difícilmente pueda disminuir mi pisada de carbono yendo a trabajar en bicicleta, hago lo contrario: pedalear únicamente por el placer de hacerlo. Recorrer las calles vacías y en semipenumbras durante las noches de verano, bajando la cuesta hacia Las Heras, con la única compañía del ladrido de perros hartos de esperar a sus dueños en los balcones, es lo más cercano a esa sensación de aventura que impulsa las mejores peores decisiones.
Sin ánimo de equiparar, ciertamente una de ellas fue la de Neal Moore, que semanas antes de la pandemia y al verse momentáneamente sin domicilio fijo, decidió comprarse una canoa roja y recorrer de Oeste a Este los Estados Unidos, a través de 22 ríos, cien pueblos y 12.000 kilómetros, con el objetivo de “bajar un poco la velocidad y escuchar las historias de la gente”, explicó a The New York Times el jueves, cuando dio por terminada su travesía en el puerto de la Gran Manzana. Seguí su camino a través de los despachos que subía este profesor de literatura en estos meses a Instagram desde la “América profunda”. Podemos engañarnos pensando qué fácil sería hacer como Moore, abandonar una vida cuando comienza a apretarnos de sisa, pero la mayoría de nosotros no lo haremos jamás.
Pero hay quienes necesitan una excusa para intentarlo de todos modos: ahí están las víctimas del sádico funcionario que erigió un monolito a comienzos de los años 30 señalando un ficticio camino entre Naivasha (Kenia) y Jartum (Sudán), a 3000 kilómetros de distancia, a sabiendas que no existía otra forma de trasladarse de un punto a otro que subirse a un avión. La anécdota está en el comienzo de Al oeste con la noche, de Beryl Markham (Libros del Asteroide), quien piloteaba un biplano capaz de materializar esa conexión. El libro es no sólo una antídoto a “la literatura del yo”: es también el perfecto regalo de Navidad para quienes prefieran la aventura bien escrita y lista para ser experimentada de segunda mano, como el protagonista de Un tropiezo llamado amor.
Como bien dice Martha Gellhorn en su prólogo, la danesa Karen Blixen y la británica Beryl Markham, “vecinas” en Kenia a comienzos del siglo XX, tenían algo en común y no era precisamente Denys Finch-Hatton: una vida tan fuera de las convenciones que su tiempo imponía a su género que expresa una ambición universal: una existencia basada en el “deseo de ser”.
Desde su publicación en 1942, y luego tras la muerte de Markham, en 1986 (el año en el que África mía ganó siete premios Oscar), varias biografías buscaron revelar lo que Al oeste con la noche lograba ocultar finamente y hasta llegaban a afirmar que la original mirada desplazada de su narradora no era una marca de estilo sino un subproducto no deseado de un engaño: el verdadero autor, decían, era el tercer marido de Markham, un ghostwriter de Hollywood.
“Memorias de África es profundo como un pozo, como la vida de Karen Blixen en la granja –dice Gellhorn, quien lamenta haber desperdiciado su encuentro con Markham para descorrer su velo de misterio–. Al oeste con la noche es extenso como los horizontes europeos por entonces. Su descripción de los vuelos de corto y medio alcance en el África oriental es memorable. Nada podría procurar mayor sensación de amplitud, peligro e inhóspita belleza que su visión de aquella tierra. Ambos textos son cartas de amor a África, su África, y en virtud de ello se complementan”.
Releyendo las descripciones de Markham de lo que se siente volar en total oscuridad y en silencio a lo largo de centenares de kilómetros –fue la primera mujer en cruzar el Atlántico en solitario, en 1936– me doy cuenta que mi epifanía ciclista, aunque genuina, no me pertenece.