Manuscrito. Diario de una estudiante madura
Compite por el primer puesto de “la pesadilla más trillada de la humanidad” con aquella de dar un discurso y descubrir que se está desnuda: soñar que se debe volver al colegio –ya sea por un kafkiano error burocrático o por una burrada en nuestra madurez que retroactivamente nos deposita en el pasado para corregirla– pone en juego todos nuestros sentimientos de inadecuación, intactos desde la adolescencia, pero también da rienda suelta a la fantasía de empezar de nuevo, ahora con la mochila llena de experiencias propias y ajenas. Eso es lo que es: una fantasía.
Digamos que cursar una segunda carrera universitaria no es exactamente lo mismo que soñar que estás de vuelta en el colegio, pero el subtexto del temor está ahí: es una decisión enfocada en un largo plazo que será mucho más corto que en la primera vez que pisamos una facultad. A los dieciocho o veinte años, el tiempo es un concepto abstracto. A los 45, uno tan concreto que puede contemplarse en el espejo. Por lo tanto, una decisión de este tipo es una negociación entre las ganas de hacer algo y el tiempo que creemos que nos queda para hacerlo. Y lo primero que se descubre sobre uno mismo cuando se vuelve a calzar la mochila son las limitaciones del poder de la experiencia para modificar esa ecuación.
Tener un título probablemente no sirva de nada en el proceso de intentar obtener el segundo. Uno vuelve a tomar las decisiones que puede, no las que quiere. Antes tenía padres, ahora tiene hijos; antes tenía sueño, ahora tiene insomnio. Y así. Pero sin lugar a dudas puedo recomendar de este regreso el entusiasmo, un elemento que no recuerdo que estuviera presente en mi primera carrera. Es sencillo: si uno está sentado en un aula a esta altura de su vida, pudiendo dedicar esas horas a aprender a hacer macramé, lo más probable es que sea porque quiere hacerlo.
Darse permiso para esforzarse en consecuencia, sin temer quedar como el aparato (nerd, diríamos ahora) que uno pensaba que sería si confesaba públicamente un “compromiso”, es liberador. Quizá se lo pueda achacar a la abulia característica de mis pares de la Generación X: no era frecuente escuchar “me encanta esta materia y me maté estudiando” como sí veo habitualmente escrito en los chats de las asignaturas que curso, llenos de crípticos stickers, memes de influencers ignotos y 675 mensajes diarios a cualquier hora del día y de la noche. El entusiasmo, además de efectivo, es contagioso.
Es risueño encontrarme los domingos estudiando a la par de mis hijos, cada uno con su rutina de bufidos, litros de infusiones o movimientos rítmicos en un rincón distinto de la casa. Lo que me separa de ellos es la actitud ante los resultados: en mi caso, de una contemplación casi budista que ojalá supiera extender a otros planos. He perdido cábalas, costumbres, machetes y todo intento de influenciar el examen por métodos sobrenaturales, así como también la angustia momentánea que solía acompañar a la lectura del apellido seguido de un número, cosa que espero por estas horas con ecuanimidad acorde no ya a los años sino al agotamiento extremo de este año imposible.
Años después de iniciar este “Volver a vivir” cual Blackie –como para fecharme con carbono 14– ha perdido algo de novedad el competir por ser la persona más vieja en cualquier comisión (en algunos casos, incluyendo la cátedra) o revivir hechos del pasado reciente explicados a mis compañeros como contexto “histórico” en alguna asignatura. “Histórico”, puedo confirmar, es ya sinónimo de “antes de Internet” u ocurrido en el siglo XX. Ya no me frustro más ante el cálculo de cuántas prórrogas tendré que pedir a mi ritmo de cursada actual para salir con mi foto en este diario al recibir mi título a los 85 (estimativo), momento en que mis bisnietos me pedirán que por favor recuerde de una vez el camino hacia la salida lateral de la Facultad de Derecho.