La entrevista. Marcelo Urresti: "Nunca fue tan difícil ser joven"
Para el sociólogo, investigador y docente, especialista en cultura juvenil, la falta de oportunidades y la desprotección absoluta del Estado son factores determinantes para explicar el maltrato social que sufre la mayoría de los jóvenes. Eso los lleva a seguir con fanatismo el ascenso popular de bandas de rock que acceden a un éxito que a ellos se les niega
Enfrentados con un futuro incierto, con un mercado laboral sin oportunidades y en el que la educación no garantiza un lugar, sin protección específica del Estado ni canales abiertos de participación, los jóvenes concentran una de las mayores proporciones de maltrato social en la Argentina fragmentada. Con su combinación fatal de falta de controles, desidia y azar, la tragedia de Once transparentó, con dramáticas consecuencias, uno de los modos en que ese descuido se manifiesta.
Para el sociólogo Marcelo Urresti, ser joven en la Argentina es una experiencia desigual, según el sector socioeconómico al que se pertenezca, aunque para todos supone compartir un doble rostro: "Los jóvenes y adolescentes son los más grandes consumidores del espacio social y eso se trata de estimular, pero al mismo tiempo se los descuida en muchos otros aspectos", dijo, en diálogo con LA NACION.
Investigador y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA), Urresti se especializa en estudiar la cultura juvenil, en cuyas prácticas encuentra profundas señales de fragmentación social.
Pero también búsquedas de pertenencia y militancia que se les niegan por otros caminos, como el fanatismo por grupos de rock, más parecido al fervor que siente un hincha de fútbol que a una coincidencia estética. "Es una manera de revancha simbólica, de acompañar al grupo hasta consagrarlo, y en ese proceso, autoconsagrarse como fan privilegiado", interpretó Urresti.
-¿Qué dice de nuestra juventud lo que sucedió en República Cromagnon?
-Como en todo accidente, fue un acontecimiento inesperado que puso en escena tendencias preexistentes. Una de las cosas que muestra son los actuales modos de gestionar la diversión en espacios de ocio y tiempo libre, como son estos locales, en los cuales se ofrece un clima festivo con fin de lucro. Refleja la tradición propia de los recitales de rock, donde el clima de fiesta es convocante, y la masividad es importante y necesaria para que haya ese clima. Llevada al límite, esa lógica se autosuprime, como sucedió.
-¿Qué lectura se puede hacer de los chicos que tiraron bengalas o dejaron a sus hijos en un baño?
-Hay que admitir que muchos de los jóvenes constituyen familias. Hay dos grandes razones para llevarlos: porque no tienen dónde dejarlos o porque efectivamente los quieren llevar. Muchos dicen que quieren socializar a sus hijos en ese ambiente, y esa es una motivación válida. Lo que tendrían que pensar los dueños de estos locales y el Estado es que, si hay lugares de diversión donde van a ir familias muy jóvenes con sus hijos, hay que pensar espacios donde los más chiquitos puedan estar. Lo de las bengalas es distinto: en los lugares cerrados tendría que evitarse el ingreso de pirotecnia. Todos son responsables: los que la dejan pasar y los que la llevaron. Y tiene que haber una segunda forma de autocontrol, en la que los vecinos inmediatos de los que tienen pirotecnia en la mano impidan que la usen.
-¿Hace falta una intervención más directa del Estado?
-Del Estado y de los empresarios, pero también hay factores educativos. La preservación de sí mismo y el autocuidado son factores que se pierden en esta lógica de la masividad, como pasa en las canchas de fútbol.
-¿Eso puede estar potenciado por la actual crisis social?
-Sí, porque cada vez hay menos espacios invitadores. En la ciudad hay una creciente profusión de fronteras internas que la dividen. Los sectores menos privilegiados están desmonetizados, cada vez tienen menos movilidad, viven casi en experiencias de guetos, encerrados en sus barrios. La clase media está crecientemente atravesada por la desconfianza que surge de la sensación colectiva de la inseguridad. Y en los sectores privilegiados se mezclan las dos cosas: las elites se van a lugares exclusivos, barrios cerrados y lugares de diversión que siguen la misma lógica. No es casual que los pocos ambientes de diversión tengan esta tremenda inestabilidad, porque hay demasiadas energías que tendrían que circular normalmente y que están todas invertidas al mismo tiempo, generando un cóctel explosivo.
-¿Es difícil ser joven en la Argentina?
-Creo que sí, mucho más que en épocas anteriores. La Argentina siempre fue una sociedad que garantizó el ascenso social, que pasa básicamente por las generaciones nuevas, que son las que van superando los niveles de educación y bienestar material y social de sus padres. En este momento, la crisis del mercado de trabajo genera un futuro incierto. Esto complica los espacios de socialización habituales de los jóvenes, como la capacidad de los padres de dialogar con ellos en vistas a un futuro, o la de la escuela para adquirir sentido como lo que permite insertarse en un mundo social protector. Cuando estas cosas faltan, los jóvenes razonablemente no ven salidas y esto torna inestables las condiciones del presente.
-¿Hay diferentes maneras de vivir la juventud en esta sociedad?
-Por supuesto, y más en una sociedad tan dividida. La experiencia de un chico que nace en una familia en un barrio cerrado de Pilar, que va a un colegio bilingüe, que tiene posibilidades de desarrollar un estudio relacionado con su gusto, que puede estudiar en el exterior, que decide cuándo forma una pareja y tiene hijos, no tiene nada que ver con la de un chico cuyo futuro es completamente incierto, que no le encuentra sentido a un colegio secundario que no le asegura una inserción, que va a tener un trabajo precario.
-¿Hay una política pública para los jóvenes?
-Tanto jóvenes como adolescentes son grupos poblacionales que tienen varias problemáticas en sí mismos: de salud, educativa, de vivienda. Pero la agenda del Estado funciona por problemas, no por poblaciones. No hay una política integral para los jóvenes, aunque sí hay políticas que los afectan. Sobre los niños existe una legislación, un marco de exigibilidad de derechos que está en la Constitución, que hace que se pueda ejercer una presión en favor de una política integral. En el caso de los adolescentes es más vidrioso, porque no quedan claros los límites de edad. Y con los jóvenes no hay ninguna regulación específica.
-Todo esto genera un nivel de maltrato social importante.
-Sí, de descuido y de aprovechamiento al mismo tiempo. Los adolescentes y jóvenes son los más grandes consumidores del espacio social, porque construyen su identidad a partir de eso, y las empresas explotan esa necesidad. También hay preocupación por ellos en algunas instituciones, como clubes, sociedades de fomento, iglesias. Pero hay muchas otras que los descuidan y se los deja de lado. Hay que hacer una discusión de prioridades en la cual darle relieve al lugar de los jóvenes.
-¿Cómo canalizan alguna forma de participación? Los partidos políticos ya no son una alternativa.
-Según la última encuesta importante sobre los jóvenes, realizada en 1997, sólo el 2% de los que tenían entre 14 y 29 años participaba o había participado en algún tipo de institución. Los partidos políticos están desjuvenilizados, la participación política de los jóvenes prácticamente desapareció, o se reduce a grupos pequeños de militantes que trabajan en los equipos de sus líderes políticos, con una intervención más técnica que social. Donde se cuentan las mayores cuotas de participación es en instituciones religiosas y deportivas, donde llega al 16%.
-¿A qué apelan los jóvenes para construir su identidad, con las instituciones en crisis y las dificultades para pensar el futuro?
-Hoy tienen mucho peso los grupos de pares, sobre los cuales pivotan un conjunto de actividades, gustos y preferencias, con las herencias familiares y la participación en las instituciones. Pero no es igual la experiencia de los chicos que se juntan en las esquinas en un barrio del conurbano que la de los chicos de los buenos colegios estatales que hacen actividades artísticas o deportes.
-¿Qué tiene de nuevo el fanatismo por grupos como Callejeros?
-Lo novedoso es esta manera de seguir a un grupo de rock como si fuera un equipo de fútbol. Es el rock barrial, chabón o cabeza, como se lo llama de manera despectiva. Tiene origen en los Redonditos de Ricota, que al principio era un grupo universitario, que funcionaba dentro de las bohemias intelectualizadas, y que después empezó a popularizarse y a ser apropiado por chicos con niveles de instrucción que no eran compatibles con el mensaje, muy encriptado y complejo. Se generó una adhesión parecida a un sostenimiento militante, no sólo un gusto musical. Los fanáticos los seguían como si estuvieran en una carrera de ascenso a las ligas mayores. Lo mismo pasó con Los Piojos, con La Renga, con Viejas Locas. Es la lógica de apoyar al grupo, ir a verlo donde sea y sostenerlo hasta que logre su popularidad. Es una manera de revancha simbólica, acompañar al grupo hasta consagrarlo, y en ese proceso autoconsagrarse como fan privilegiado.
-¿Cree que habrá un antes y un después de la tragedia de Once?
-Sí, porque el número de muertos es enorme y ha instalado el tema de la inseguridad de una manera que no va a tener retorno. Esto va a instalar en la conciencia los padres y de los mismos chicos que una cosa es ir a divertirse y otra es, por ir a divertirse, no volver. Me parece que los chicos van a empezar a reclamar normas de seguridad, que los padres van a presionar más sobre los hijos cuando quieran ir a un lugar. Y, por lo menos en los próximos meses, va a haber una atención muy especial de la prensa. Cualquier fenómeno que tenga relación con esto, un pequeño incendio, un atoramiento en una puerta, un muerto o ninguno, va a llamar la atención.
El perfil
Especialista en juventud
Urresti es sociólogo, profesor de Sociología de la Cultura de la UBA e investigador del área de estudios culturales del Instituto Gino Germani, especializado en culturas juveniles.
Libros publicados
Junto con Mario Margulis, es autor de La cultura en la Argentina de fin de siglo: ensayos sobre la dimensión cultural (1999). Publicó sus trabajos, entre otros, en La participación social y política de los jóvenes en el horizonte del nuevo siglo (2000) y Juventud, cultura y sexualidad (2003).