Editorial II. Mayor desigualdad en el mundo
Un reciente informe, dado a conocer por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en su sede de Nueva York, está referido a la situación social en el mundo durante la década final del siglo XX. Su contenido reitera lo que periódicamente se ha difundido a través de boletines y documentos del mismo organismo y de otras fuentes fidedignas, al afirmar que en los años 90, si bien algunas naciones alcanzaron un crecimiento sin precedente, en la mayor parte de ellas la pobreza se ha incrementado. Lamentablemente, nuestro país, que hoy tiene un índice de pobres superior al 38 por ciento, se encuentra en el segundo grupo y su declinación ha merecido atención especial de la ONU.
El informe destaca, sobre todo, las desigualdades que se ponen de relieve cuando se compara el perfil de la evolución operada en regiones y naciones, así como su situación actual. Emergen de este modo las brechas que separan los niveles de las economías, las distancias que median entre los ingresos de los distintos sectores sociales, las diferencias muy notorias en cuanto a posibilidades educativas, atención de la salud o bien de oportunidades de participación social y política.
Entre las duras comprobaciones que se registran, puede citarse el alto número de desempleados en el mundo, que suman 186 millones, limitación que afecta notoriamente a las naciones de economías más débiles. En ese conjunto de desocupados, los más perjudicados son los jóvenes, ya que constituyen el 47 por ciento del total. Debe agregarse que, desde la perspectiva de los ingresos, la cuarta parte de la población activa del mundo no gana más de un dólar diario. En tales condiciones, un trabajador y su familia no pueden salir del círculo de las carencias más agudas, de manera que están condenados a ver cómo se reproducen en la existencia de los hijos las mismas estrecheces por las que ellos pasaron.
Otros males, cuyo rostro injusto es bien conocido, aluden a las desigualdades que se observan en cuanto concierne al cuidado de la salud sufridos, sobre todo, por los sectores sociales con mayores carencias. En este aspecto, la situación más grave la padecen los países subsaharianos por la propagación del sida, cuyos efectos letales han bajado las expectativas de vida. También hay que advertir cuánto se reduce por falta de medios, de educación o de organización sanitaria, la prevención de enfermedades, la atención materno-infantil y la nutrición de los niños.
Una de las conclusiones evidentes del informe es que ni el proceso de globalización ni el progreso de algunos indicadores económicos aseguran, por sí mismos, la reducción de la pobreza y el bienestar social. Al respecto, nuestro país ha servido de ejemplo para José Antonio Ocampo, subsecretario de Asuntos Económico-Sociales de la ONU, quien al presentar el informe dijo que nuestra república es el caso más dramático de América latina, por cuanto hace unos años ostentaba uno de los niveles de asimetría más bajos y ahora padece uno de los más altos. La verdad enunciada debería llevarnos a no recaer en los errores que tanto han dañado el equilibrio social.
La reflexión final resultante se concreta en recomendar el logro de la reducción de las desigualdades que, por otra parte, guardan las simientes de mayores males, expresados en conflictos y violencias. Para esas metas deben adecuarse estrategias y políticas gubernamentales y, en tal sentido, apuntan los Objetivos de Desarrollo del Milenio, enunciados oportunamente por las Naciones Unidas.
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