Medios públicos con paradigmas nuevos
Por Pepe Eliaschev Para LA NACION
Hay que decirlo: la Argentina no es el único país del mundo donde la discusión sobre los objetivos y alcances de medios de comunicación en poder del Estado permanece en situación de debate eterno. La reciente polémica por la permanencia en la pantalla de Canal 7 de algunos ciclos cuya continuidad había sido interrumpida sitúa en la agenda, de nuevo pero ahora con intensificado interés, algunas preguntas primordiales que resulta acuciante responder, para obrar en consecuencia.
En una sociedad atravesada por una miríada de canales locales y extranjeros que tapizan las ondas electromagnéticas las 24 horas, todos los días, ¿para qué se necesita mantener fuera de la órbita privada una señal de televisión, una estación de radio y una agencia de noticias? ¿Qué misión deben cumplir? ¿A qué costo? ¿Quiénes deben ser los encargados de cumplirla? ¿Cómo deben ser elegidos? ¿Quién debe supervisarlos? En más de veinte años de gobiernos de raíz democrática, la Argentina no supo, no pudo o no quiso encarar estos temas, siempre postergados y superados por otras urgencias. Tradicionalmente, eso sí, en materia de medios ha prevalecido en general, y en el mejor de los casos, la improvisación, la incompetencia y el utilitarismo político más burdo.
Hubo intenciones y proyectos bien diversos, que marcan fronteras dignas de ser subrayadas. Raúl Alfonsín, por ejemplo, designó, al comenzar su gestión, a Santiago Kovadloff como uno de los integrantes principales del directorio de la entonces flamante ATC, que había sido creada por el régimen militar en 1978. Mario Sábato fue gerente de programación de la primera gestión de la democracia y el propio Alfonsín designó a su secretario de Cultura, Marcos Aguinis, al frente de ese canal. Pero al no modificarse de manera institucional el marco legal en que operaba el canal, las positivas ideas de mucha gente talentosa no pudieron plasmarse de manera irreversible.
A partir de 1989, Carlos Menem, en el ángulo opuesto, tomó decisiones de enorme elocuencia. De Gerardo Sofovich a Horacio Frega, el canal fue durante esos años una penosa mezcla de casino, populismo y populismo ultramontano.
Con el triunfo de la Alianza en 1999, ATC desapareció como sigla y se refundó Canal 7. Los nuevos directivos intentaron tibiamente armar una grilla de programación caracterizada por el pluralismo y la amplitud. El resultado de tan buenas intenciones fue en cierto modo desconcertante. En aquel Canal 7 de la época de Fernando de la Rúa, los programas políticos principales de la semana eran conducidos por periodistas como Marcelo Longobardi, Nancy Pazos, Horacio Embón, Norma Morandini y Quique Pesoa y la tira nocturna de cierre la animaban Adolfo Castelo, Gisela Marziotta, Mex Urtizberea y Gillespi.
Pero si las insurrecciones militares y el tembladeral permanente del mercado impidieron que en el gobierno de Alfonsín se lograra encarar en serio la redefinición de los medios en manos del Estado y durante el menemismo prevaleció un paradigma destructivo de todo lo estatal (aquel gobierno estuvo a punto de deshacerse hasta de la sintonía del Canal 7 para entregarla a capitales privados, como lo hizo exitosamente con la frecuencia 710 de Radio Municipal), en el caso del Dr. De la Rúa lo que se hizo fue insuperable por su mezcla de esterilidad y daño: no bien llegó a la Casa Rosada, ese presidente vetó una ley votada en el Congreso por una clara mayoría antes de las elecciones de 1999 y que por primera vez, con la creación de Radio Televisión Argentina (RTA), ponía en manos de la supervisión parlamentaria y el control público a unos medios que hasta ese entonces sólo podían ser manejados desde el corazón del poder político de turno. Resultado: la gestión de esos dos años fue provisional y reversible. Luego vino el gobierno de transición de Eduardo Duhalde, a cuyo final le tocó el turno a la administración actual.
Seguimos sin saber quiénes son, a ciencia cierta, los que manejan la programación. Los funcionarios llegan y se van sin que sepamos por qué ni cómo ni para qué, y seguimos haciendo funcionar sin marco legal instituciones tan decisivas en un país que requiere con urgencia maximizar todos los recursos a su alcance para potenciar una tarea de educación, cultura e información que sea accesible a gruesos sectores.
El problema central es la provisionalidad convertida en institución. Más que autoridades, los medios nacionales, y sobre todo el Canal 7, tienen interventores sin un mandato temporal fijo ni un régimen claro y previsible de responsabilidades. ¿A quién reportan? ¿Cuánto duran en sus cargos? ¿Qué se necesita para llegar a manejar esos medios? ¿Cómo inciden y son tenidos en cuenta los veinticuatro distritos del país, pero sobre todo las veintidós provincias alejadas de la megalópolis metropolitana?
En veinte años y medio de democracia, por ejemplo, ATC-Canal 7 debe haber tenido no menos de treinta jefes máximos, en un abanico que incluye desde ex modelos publicitarias hasta novelistas, pasando por reclutadores de ejecutivos y clientes predilectos de las ruletas de Las Vegas. Sobre todo, hubo una superficialidad sin límites y una irresponsabilidad pasmosa.
La reciente revalorización de la necesidad y alcances de la función estatal nos proveen de una fantástica oportunidad para redefinir de manera seria y duradera unas situaciones hoy insostenibles. El presidente Néstor Kirchner, que reitera sus preocupaciones por el incremento de la calidad institucional, tiene aquí servida en bandeja la ocasión para aportar de manera fundacional a un sector de alcances incuestionables.
Los medios de televisión y radio en manos del Estado deben pasar a formar parte de un sistema nuevo, discutido y promulgado por el Congreso, de modo tal que los gobiernos deleguen la gestión de aquéllos en manos del público, a la manera del esquema de la BBC británica, con los debidos ajustes y actualizaciones, naturalmente. Eso es lo primero: no ya gubernamentales, sino públicos.
En tal sentido, debe avanzarse con audacia en la "otredad" de estos medios. Canal 7 y Radio Nacional deben ser "lo otro", respecto de la dieta sempiterna de frivolidad y pasatismo que parece ser la norma de unos medios privados (sobre todo la TV), que no imaginan otro mundo fuera de la chabacanería, el doble sentido más pedestre y la exaltación de supuestas "transgresiones", meros negocios de ocasión.
Canal 7 tiene que olvidarse para siempre del fatídico y empobrecedor rating y dedicarse a ser una ventana al mundo, a los libros, al teatro, a la música, a las artes visuales, a la ciencia, a la historia, a los problemas profundos y perdurables de la Argentina y de la parte del mundo en que vivimos. Para "entretenimientos" de sainete ya tenemos la TV privada, que lo hace mejor que nadie. Claro que los gobiernos tienen el derecho y hasta el deber de acceder al pueblo para difundir sus actos. Podría hacerlo el Presidente, por ejemplo, por radio, mediante 15 minutos diarios o una hora semanal; o mediante un ciclo de rendición de cuentas por la TV pública. Pero la retirada debe producirse: los gobiernos deben automarginarse de la pretensión de adueñarse durante sus mandatos electorales de lo que no debería ser otra cosa que una función pública permanente.
En materia de medios, la Argentina vive en el atraso y en la informalidad más destructiva. La ley de radiodifusión vigente es de 1979, lo que, en la materia, implica la era de las cavernas. El gobierno del presidente Kirchner debería presentar, a más tardar a comienzos de 2005, un proyecto de ley ante el Congreso que permita la refundación de los medios estatales en el contexto de una nueva filosofía, nuevos criterios y nuevos paradigmas. Se necesita una reforma integral y profunda. Un gobierno que suele darse a las diatribas contra las "corporaciones políticas" no sería muy coherente si mantuviese, en esta materia, la longeva primacía de la corporación que tradicionalmente ha merodeado alrededor de estos bienes públicos y los ha controlado.
Pero si en el corto plazo tal régimen de gestión de los medios del Estado no es posible de concretar en sede legislativa, al menos se podría tomar ya, desde el Poder Ejecutivo, una decisión política posible e incuestionable. Hablo de sincerar las variables, blanquear procedimientos, jugarse a una estrategia de, por lo menos, mediano alcance, asegurando continuidades y recursos. Tanto Canal 7 como Radio Nacional deben ser dotados con autoridades en un claro marco legal, asegurando a la vez mecanismos de supervisión pública democráticos y serios que garanticen la más minuciosa pluralidad ideológica. Esto implica tener ideas claras: estos medios deben estar enderezados de manera resuelta a la producción de información, educación, cultura y, en general, contenidos visiblemente asociados con el interés general y en clara diferenciación de los tics y las necesidades que manejan la actividad privada en la materia.
Conviene dejarlo explícito: la Argentina debe encontrar maneras, aunque sean austeras y sencillas, para que Canal 7 y Radio Nacional dispongan de recursos genuinos y seguros y no sean obligadas a "ganar" dinero, una vergonzosa prostitución de las razones que dan vida a un medio de esta naturaleza. Como los hospitales, las escuelas y la Justicia, la televisión y la radio en manos del público deben ser dotadas con ingresos ciertos para informar, formar y educar. Deben hacerlo con una mayoría de recursos públicos (entre otras razones, porque hoy en nuestro país no existe un sector privado considerable que esté en condiciones y tenga la decisión continua de apoyar estos contenidos con sus propios recursos, sin mendigarlos al Estado), pero acotados por claros y rotundos criterios de excelencia, altura y elevación de miras.
Por su lenguaje, por sus imágenes, por su música, por sus preocupaciones, estos medios, hoy manejados por el Estado, tienen que ser el escenario de nuevos paradigmas, en el contexto de una Argentina en combate contra la mediocridad y el autoritarismo. No es fácil, pero es posible. Es un lujo que nos podemos dar.
lanacionar