Mejorar la escuela exige coraje
Las escuelas vuelven a estar "de paro" y ya casi no es noticia. Pero lo más grave quizá no sean los paros, sino lo que pasa en las escuelas cuando creemos que funcionan. ¿A qué escuela van nuestros hijos de vez en cuando, cuando no hay huelga? Nos cuesta preguntarlo, quizá porque tenemos miedo a la respuesta. Van a una escuela desmotivada, convertida en campo de batalla sindical, casi desmoralizada. Van a una escuela sin liderazgos, sin coraje, sin autonomía ni respaldo social. Van a una escuela desarticulada, con maestros que se resisten a ser evaluados y cuestionan el presentismo. Van a una escuela que los padres también hemos debilitado y "ninguneado"; a una escuela asediada por el vandalismo, quizá como metáfora de un descuido del que todos somos de algún modo responsables.
Las generalizaciones suelen ser injustas y chocantes. Por eso también debe decirse lo obvio: hay muchísimos docentes abnegados y talentosos que hacen verdaderos sacrificios y estimulan la creatividad.
Sería injusto adjudicar toda la responsabilidad a "la escuela", como si los padres y la sociedad no tuviéramos nada que ver con su decadencia. No solo deberíamos preguntarnos a qué escuela van nuestros hijos, sino qué hicimos y hacemos nosotros para mejorar esa escuela que también es nuestra.
Aun a riesgo de generalizaciones e injusticias, no podemos prescindir de un diagnóstico honesto. La escuela pública entró hace décadas en una pendiente que la ha conducido al deterioro y al descrédito. La caída no se ha detenido. Tampoco será fácil detenerla porque no han sido los gobiernos los únicos que han empujado hacia abajo. Un complejo entramado de ideologismos, demagogias y corporativismo ha convertido a la escuela en una institución amorfa e impotente. Debemos hacernos cargo. La escuela no es, después de todo, un problema "de otros". Su crisis no ha nacido de un repollo; es hija de un país que también se ha degradado.
La escuela pública se ha desjerarquizado y bastardeado en nombre de un supuesto progresismo. La consecuencia está a la vista: una constante migración hacia colegios privados. No porque hayan quedado a salvo de la decadencia educativa, sino porque garantizan cierta previsibilidad, con menos paros y menos ausentismo.
Un gremialismo docente mal entendido ha levantado, a lo largo de este proceso, barreras contra cualquier reforma sensata. Ha consentido absurdos maquillajes (como aquel del Polimodal y la EGB, que provocó tanto daño como confusión), pero ha resistido (y resiste) los sistemas de evaluación, de control de calidad y de mayor exigencia formativa. Son los abanderados del ausentismo y la igualación hacia abajo. Han consagrado el inmovilismo que paraliza a la escuela aunque no haya paro. Es un sindicalismo que, detrás de los discursos, esconde un conservadurismo extremo. Nada se puede cambiar. Nada se puede tocar. No importa que aquello que se defiende haya conducido a esta escuela en la que nadie confía y a la que solo se resignan quienes no tienen opción. Sin autocrítica, tenemos una escuela que discute el cronograma de huelgas, pero se niega a los debates de fondo. Es una escuela que no entiende la revolución tecnológica, que mira desconcertada el impacto de las redes sociales y que apenas puede lidiar con una generación de alumnos a la que cada vez entiende menos. Es, además, una escuela que convive con la violencia y que bate récords de deserción.
Enferma de burocracia y maniatada por este conservadurismo destructivo, la escuela tiene cada vez menos autonomía. Confunde vanguardia pedagógica con neologismos y maquillaje dialéctico. Los maestros, además, viven con miedo. Saben que han perdido autoridad. No se animan ni a poner un aplazo; mucho menos una penitencia.
En el diccionario de esta escuela atemorizada y decadente, hay un listado de malas palabras: disciplina, reglas, mérito, ejemplaridad, exigencia, calidad, autoridad. Son solo algunas de las palabras prohibidas.
¿A qué escuela van nuestros hijos? Si enfrentamos el interrogante con coraje, quizá podamos empezar a construir acuerdos para mejorar la educación. De eso se trata; de no esconder la crisis bajo la alfombra. Y de empezar a discutir cómo recreamos una escuela en la que no todo sea lo mismo; en la que un aplazo sea un aplazo y un diez, un diez. En la que la palabra del maestro tenga el peso que merece; en la que rendir examen y evaluar la calidad sea natural; en la que las deformaciones y los abusos del sistema no cuenten con protección sindical, y en la que el director sea el verdadero líder de la comunidad educativa. En esa escuela, seguramente, los maestros deberán ganar más de lo que ganan. Y los chicos deberán aprender más de lo que aprenden.
Periodista y abogado. Director de la carrera de Periodismo de la Universidad Católica de La Plata (Ucalp)