Menem y los Kirchner, tan parecidos
Mi primer impulso al sentarme a escribir es referirme a Carlos Menem. Pero enseguida me detengo y me pregunto si puedo agregar algo a todo lo ya escrito. La muerte inspira respeto porque es el fin inapelable de toda arrogancia. Su familia y sus amigos han resaltado las virtudes personales del riojano: calidez, simpatía, carisma. Caracterizaciones que no admiten discusión ni comentarios. En una dimensión pública, que es la que nos compete, podríamos decir que Menem ya es historia. Había dejado de ser protagonista activo de la vida institucional del país hacía mucho. Sin embargo, había encontrado refugio en ella y eso explica su permanencia en escena. Bajo el amparo de sus fueros, estaba a salvo de las responsabilidades y las penas que una Justicia lenta y perezosa finalmente le había adjudicado. Su condena, más allá de la que provino de la opinión pública, fue verse obligado a terminar sus días alzando la mano en favor de un proyecto político que en los papeles está en las antípodas de aquel que impulsó treinta años atrás, en sus días de presidente. Lo tomó con naturalidad. La misma que exhiben los miembros de su viejo elenco hoy integrados al kirchnerismo. Y la misma con la que el kirchnerismo lo recibió tras haber forjado su identidad nac&pop denostándolo como la representación acabada del neoliberalismo apátrida.
Este último dato indica que Menem no es pasado, sino presente. Como escribió Claudio Jacquelin en estas páginas, sin el menemismo no se explica el kirchnerismo. A su vez, ambos explican el peronismo, que en su incesante proceso de selección natural es capaz de engendrar una nueva encarnación que se nutre del fracaso de la anterior. Solo hace falta tomar distancia de ese fracaso y demonizarlo, mientras los compañeros abandonan el barco encallado y se pasan a aquel que navega con viento a favor hacia la tierra prometida.
Eso se llama pragmatismo, primera similitud entre Menem y los Kirchner. El caudillo de Anillaco asumió con una serie de promesas al uso y no mucho más. Las olvidó pronto para abrazarse a la convertibilidad, que le permitió controlar la inflación mientras gestaba una bomba de tiempo, y al plan de privatizaciones, en sintonía con los vientos que soplaban en el mundo. Kirchner, flojo de convicciones como el riojano, encontró una identidad para su gobierno cuando ordenó bajar el cuadro de Videla en el Colegio Militar. Con ese gesto se posicionó como un supuesto adalid de los derechos humanos y sentó las bases de un relato que divide entre buenos y malos, es decir, entre un pretendido progresismo y los “poderes concentrados”.
Pragmatismo, intuición y audacia, entonces. Pero no para desplegar programas de gobierno, sino proyectos de poder: segunda similitud entre Menem y los santacruceños. Los cargos públicos, la presidencia, son concebidos como fin en sí mismos y no como medios para propender a un mejoramiento de la sociedad; en consecuencia, no representan una responsabilidad que se asume temporariamente, sino un primer botín que hay que retener mediante reelecciones indefinidas.
Ese primer botín es la puerta a muchos otros. Tercera similitud: la corrupción. Entre los escándalos de la gestión de Menem se destacan el pedido de coimas a Swift, el Yomagate, el caso IBM-Banco Nación, los sobresueldos a sus ministros y el contrabando de armas a Croacia y Ecuador. Como en todo, los Kirchner fueron a más y sistematizaron la extracción de fondos públicos para llevarla a su máxima expresión. Una industria que dejó postales indelebles, como las de La Rosadita y las monjas de López, y cuya descripción más detallada está en la causa de los cuadernos.
Otra similitud proviene de la anterior: la obsesión de “meter mano” en la Justicia. Menem logró su mayoría automática en la Corte; removió al jefe de los fiscales Andrés D’Alessio, que había sido miembro del tribunal que juzgó a las juntas militares (indultadas por el riojano junto a los líderes montoneros) y reformó la Justicia Federal Penal para nutrirla de jueces complacientes. Hoy los ataques del kirchnerismo a la Justicia para someterla son ostensibles, en un asedio que crece cada semana mediante golpes en nuevos frentes. Se diría que es el empeño más consistente del Gobierno.
Esta obsesión se desprende de una necesidad compartida, la impunidad. Menem quedó libre de condena en los casos del contrabando de armas y de la explosión en la Fábrica Militar de Río Tercero, así como en la investigación por encubrir el ataque contra la AMIA. Cristina Kirchner practica el lawfare para instalar el relato del lawfare a fin de librarse de las causas de corrupción que se le siguen. Y aquí hay otra semejanza. Tanto el menemismo como el kirchnerismo edificaron fantasías que una mayoría compró. Fantasías que solo la Justicia, si se apegara a los hechos, podría desbaratar. Con Menem fue lenta. Y, por lenta, nunca llegó. Por eso llegaron los Kirchner.