Mentí, me gusta
Hay noches en las que exagero y creo que a mí la serie The Office me salvó, acá, en medio de este encierro. Si lo pienso, no es cierto; fueron otras las cosas, más importantes; pero qué importantes fueron esas cenas de a capítulos en las que reí tanto que me puse a llorar. No sé por qué tardé años en llegar a The Office, pero qué suerte que llegué a la pandemia sin verla. Porque la pude ver. De corrido. Desenfrenada, como un perro que no toma agua desde hace días, en verano, y encuentra de repente un charco lleno. Terminar de verla no fue lindo. Sentí algo de desesperanza porque ese fin me hizo pensar en otros fines y convirtió todo en algo un poco más trágico. Justo esta, una comedia, me entristeció.
Hace unos días, en busca de eso perdido, encontré una película protagonizada por uno de sus autores y la miré. Aunque no tenía nada que ver. El film se llama La invención de la mentira y cuenta un mundo en el que nadie miente porque no saben que puede mentirse, que quien quiera puede decir lo que no es cierto de la misma forma en que afirma una verdad, con palabras. Hasta que en un banco, este actor, el responsable de mi salvación, algo bajito, algo cachetón, nariz circular, un par de verrugas tiernas en el rostro, el pelo como engominado sin gomina y el tono inglés, ese que siempre parece tener un piano de fondo, miente. Por primera vez en la historia del mundo de la película. Y ahí empieza la trama y sigue con él como el único entre todos capaz de decir lo que no es y aunque la historia no me gustó sí me hizo dar cuenta de que resulta ridículo que nadie mienta.
Yo soy una persona bastante negadora de lo malo y eso me hace un poco mentirosa. Pero lo sostengo. Si una amiga a la que quiero viene y me dice que sabe bien que está por pasarle algo doloroso, yo le digo que no, que exagera. Lo digo seria. Porque lo creo porque necesito creerlo. Un tiempo atrás, el año en que me separé de mi novio de la adolescencia, en que me mudé sola del conurbano bonaerense a la ciudad y empecé a estudiar otra carrera, una amiga mucho más chica que yo, mucho más sabia, en una de las aulas de la escuela de periodismo en la que estudiábamos, escuchó una pregunta que le hice, algo tonta, medio existencial, y me dijo, como si me lo estuviera diciendo ahora mismo: "Inevitablemente vas a volver a estar contenta". Fue generosa. Ella no podía saberlo y me mintió en la cara y me hizo bien.
La película me da la razón. Con una escena hermosa. Él, Mark en la ficción, Ricky Gervais en la no ficción, humorista, director, guionista, está sentado en una silla de hospital, pegado a la cama en la que se encuentra su madre, toda conectada a cables, a instantes de morir, y ella, agitada, la voz agua y el cabello blanco, le dice que aunque nadie hable del tema sabe que la muerte es algo horrible, pero él se ilumina y dice que no. Niega con la cabeza y con los ojos y le pide que lo escuche con atención porque está equivocada, porque él sí sabe lo que pasa al morir y ahí, como bendito, le asegura que irá a su lugar favorito, con toda la gente que quiere, que allí volverá a ser joven, que podrá correr y bailar, que no sentirá dolor jamás, solo felicidad, que tendrá una mansión para ella, que verá a su esposo que falleció hace tiempo y así la madre, en ese estado, en esa charla, le cree y muere. Con la cara detenida en una sonrisa. En el peor momento de su vida.
Fue entonces cuando me quedé pensando. Sé que la mentira puede ser peligrosa. Puede lastimar. Puede ser un delito. Pero también sé que nadie puede vivir solo de verdades. O al menos que no todos necesitan todo el tiempo escucharlas. O que callar no es siempre mentir. Es solo quedarse en silencio. Y creo que hay momentos en los que es casi un compromiso moral decir mentiras. Un acto de amor. Que no hacerlo es casi una tiranía. Cuando la verdad es tan real como la muerte no hace falta más. Y está bien.