El más popular de los consumos culturales contemporáneos es también el que mejor sintoniza con los malos sueños de toda una época: distopías televisivas como Years and Years o Black Mirror hablan de un mañana demasiado parecido a las sombras del presente
"El mundo se vuelve cada vez más caluroso, veloz y loco y nosotros no paramos, no pensamos, no aprendemos, solo seguimos corriendo hacia el próximo desastre". La frase, tan apocalíptica como precisa y descriptiva, podría acompañar cualquier informe de un noticiero o documental sobre el estado del medioambiente, la sociedad o la política global. Llamado de atención y realidad sin edulcorantes que sin embargo pertenece a uno de los momentos más reveladores de Years and Years, la serie recientemente emitida por HBO, una particular combinación de drama familiar y ficción prospectiva que confirmó la capacidad de las ficciones televisivas de darle forma al mundo. Y las maneras en que la experiencia humana avanza sin detenerse al punto de que el futuro se vuelve presente y hasta pasado en un click o en lo que se tarda en encontrar el filtro de Instagram más favorecedor.
Si a partir de mediados del siglo 20 la literatura de ciencia ficción empezó a imaginar escenarios apocalípticos y universos alternativos que sirvieron como metáfora y distracción de los rigores de vivir con la conciencia heredada de la Segunda Guerra Mundial (y luego cimentada en la Guerra fría de la posibilidad siempre latente de un conflicto nuclear), ahora, casi al término de la segunda década del siglo 21, las series recogieron el guante. Le pusieron imagen, sonido y espanto a los temores de todos recurriendo al género distópico para retratar un futuro sombrío, sociedades totalitarias en las que la tecnología impone las reglas y la humanidad las acepta con resignación al tiempo que hace fila para comprarse el último modelo de celular en el mercado. Y si ese futuro suena demasiado parecido al presente, es porque lo es.
El secreto peor guardado de series como Years and Years (HBO Go), Black Mirror (Netflix) y The Handmaid’s Tale (Flow), basada en la novela de Margaret Atwood publicada en 1985, y Electric Dreams (Amazon Prime Video), inspirada en cuentos escritos por Philip K. Dick, es que ese futuro apocalíptico de la ficción es tan cercano que casi podemos saborear su amargura.
En Years and Years, que transcurre entre 2019 y 2034, a través de la historia de la familia Lyons, tres generaciones oriundas de Manchester que representan la cara más multicultural y diversa de la Gran Bretaña actual, el guionista y productor Russell T. Davies, uno de los creadores más respetados de la TV mundial de las últimas décadas, despliega una batería de temas relevantes de la agenda pública global y los lleva al extremo, como si cada escena fuera una alarma de incendio que obliga al espectador a mirar más allá, hacia las llamas que aparecen a la vuelta de la esquina.
La economía se derrumba, las mariposas desaparecieron, los regímenes totalitarios se multiplican tan rápido como la cantidad de refugiados que llegan a las costas de Inglaterra, los adolescentes proyectan los filtros de Snapchat directamente sobre sus caras y sueñan con convertirse en datos, en información en la nube, libres de la carga de sus pesados y perecederos cuerpos. Los ataques nucleares se concretan y las libertades individuales se diluyen. En la serie, Donald Trump consigue un segundo mandato, el Brexit es una realidad y sus consecuencias tan devastadoras que ni los pronósticos más pesimistas las habían anticipado. En la ficción coproducida entre la BBC y HBO, la velocidad de los acontecimientos sociales y los ciclos históricos alcanzan la hipervelocidad que los cuentos de Isaac Asimov le adjudicaban a la carrera al espacio. En el futuro que retrata la serie la polarización y radicalización de las sociedades se relata como un destino inevitable, la ruta sin retorno, un fin del mundo conocido y civilizado fabricado por el hombre. Es, de algún modo, la ciencia ficción transformada en hiperrealismo y entretenimiento. Que las oscuras Years and Years y Chernobyl (otra producción de HBO) sean dos de las series más comentadas de 2019 confirma la perenne fascinación de los espectadores por los puntos de quiebre, los momentos bisagra de los procesos históricos, políticos y sociales tamizados a través de la experiencia individual. Como explica el crítico James Poniewozik en su reseña de Years and Years para The New York Times, Chernobyl consiguió hablar del presente y el posible futuro a pesar de que se trataba de una versión ficcionalizada de un hecho ocurrido en 1986. Al focalizarse –ambas series–, en las historias individuales, "logran transmitir ansiedades actuales, ya sea sobre desastres climáticos o sobre los efectos en cascada de los gobiernos que niegan la realidad objetiva".
La masoquista fascinación que genera en los espectadores el mundo que despliega Years and Years también funciona como una peculiar clase de historia sobre la vida política y social global. Las tragedias que se acumulan en los seis episodios de la serie, el descenso a los infiernos de la familia Lyons, repasan acontecimientos del pasado que, según demuestra la serie con más contundencia que sutileza, podrían repetirse y en algunos casos ya lo están haciendo. Para el espectador argentino la escena de Stephen Lyons, el hermano mayor experto en finanzas, golpeando las puertas del banco que se quedó con sus ahorros, es un escenario impactante y tristemente conocido. Y así también resulta esa línea del relato que plantea la existencia de desaparecidos a manos del gobierno de turno. Los campos de concentración, la ciudad dividida en guetos y el voto calificado, aparecen en la narración a modo de recordatorio y advertencia: el futuro puede parecer sombrío, pero su costado más terrorífico es que se parezca demasiado al pasado.
Drama de época
"Desde un punto de vista político, hubiera querido que El cuento de la criada quedara solo como una obra de época, para que las advertencias contenidas ahí no resultaran ciertas. Pero la historia no se desenvolvió así", decía hace pocos días Margaret Atwood en ocasión de la presentación de su nueva novela, Los testamentos, continuación de su obra literaria de 1985 y descendiente directa de la serie creada a partir de ella. Ni fantasía futurista ni advertencias innecesarias, el mundo de la república autocrática de Gilead que describía la novela ambientada en el año 2005, acecha nuestro presente desde las sombras. Y, a diferencia de lo que sucedió con la adaptación cinematográfica del libro, estrenada en 1990, la primera temporada de The Handmaid’s Tale, en abril de 2017, tuvo un impacto inmediato y se convirtió en fenómeno global. Las bondades de la producción televisiva de alcances planetarios, el meticuloso trabajo de adaptación de la serie de su creador, Bruce Miller, y la indeleble interpretación de su protagonista, la multipremiada Elisabeth Moss, convirtieron una obra de ficción en un producto destilado para el consumo de los frentes de tormenta que la sociedad atraviesa con cada vez más turbulencias, polarización y desequilibrio de fuerzas.
Esa capacidad de la serie de interpretar los ánimos culturales, y de entender la vigencia y la importancia del feminismo impregnado en las páginas escritas allá lejos y hace tiempo por Atwood, resultó evidente apenas unos meses después del estreno de los primeros diez episodios del programa, cuando finalmente los medios norteamericanos, con The New York Times como punta de lanza, revelaron la trama de abusos, maltratos y castigo al que el todopoderoso productor de Hollywood Harvey Weinstein sometía a sus víctimas. Mujeres enredadas en una trama en la que la decisión sobre sus propios cuerpos, vidas personales y carreras profesionales les era arrebatada: una realidad que la autora canadiense había imaginado como ficción distópica extrema, sí, pero también como eco de acontecimientos reales en la historia de la humanidad. "Forzar a las mujeres a parir, vaya, eso sucedía en la guerra troyana", decía hace pocos días Atwood a modo de recordatorio. Tarde o temprano, lo que sucedió puede volver a suceder, y los avances traen consigo eventuales retrocesos. Acción y reacción como un díptico claroscuro que la vida real pone en escena y la TV refleja.
Por supuesto que antes de la publicación de aquel artículo en octubre de 2017, de la iniciativa viral #Metoo y el movimiento Time’s Up, en el plano local al tiempo del estreno de la primera temporada de The Handmaid’s Tale (ya va por la tercera y se prepara una cuarta), las marchas con la consigna #NiUnaMenos ya llevaban dos años de existencia, haciendo visibles las fatales consecuencias de la violencia de género y denunciando los dañinos efectos de la cultura del patriarcado. Una vez más, aquello de la aldea global cobró fuerza gracias al streaming, al consumo inmediato y sincrónico de una serie que, usando las herramientas de la ficción especulativa, puso a los espectadores frente a una pantalla que se asemeja mucho a un espejo.
En la serie resuenan secuencias de la vida pública actual como la separación de padres e hijos en las fronteras, los ataques a las minorías por parte de supremacistas blancos y, sobre todo, las batallas por los derechos reproductivos que ahora se discuten en todo el mundo. De los Estados Unidos, donde el estado de Alabama impuso la casi prohibición del aborto a pesar de ser considerado legal a nivel nacional desde 1973, hasta la Argentina, en continuo debate por la despenalización, las imágenes de The Handmaid’s Tale, el hábito rojo y la cofia blanca, se volvieron un símbolo de protesta y resistencia.
La vida en pantalla
Una sonrisa de oreja a oreja: cinco puntos. Un elogio dicho en el momento justo y a la persona indicada: cinco puntos. La foto de la comida de moda recién preparada: cinco puntos. La casa perfecta en el barrio más exclusivo: cinco puntos. Un gesto de frustración: un punto. El grito en el aeropuerto: tres puntos menos y prohibición de volar. Así funciona la vida moderna en "Nose Dive", uno de los episodios más logrados de Black Mirror, la serie británica creada por Charlie Brooker que lleva cinco temporadas y 22 capítulos jugando a ser Casandra: haciendo profecías sobre lo que sucederá con la humanidad si seguimos empeñados en dejar que la tecnología guíe el camino. Un ludista moderado que a veces no puede evitar estar algo enamorado de las máquinas, Brooker le tomó el pulso a la sociedad moderna y concluyó que el futuro nos encontrará hiperconectados y más aislados que nunca. Como Lacie (Bryce Dallas Howard), la protagonista de "Nose Dive", una mujer desesperada por sumar los puntos que la conviertan en una persona de calidad. Una distinción que se alcanza acumulando estrellas –likes– que se transforman en puntos, su valor en el mercado social. Un ranking de la felicidad que se parece bastante a la importancia que hoy en día muchos le otorgan al número de seguidores de Twitter o Instagram. Una generación criada con la premisa de la búsqueda de aprobación externa medida en cifras siempre sobre su cabeza. El pedido/ruego de "seguime que te sigo", se parece mucho, es casi idéntico, a las piruetas que hace Lacie por ser una persona de "calidad".
Claro que en sus exploraciones sobre los límites de la tecnología y como su uso altera la experiencia humana y hasta el concepto mismo de lo que se considera humano, Black Mirror está subido a los hombros de un gigante: Philip K. Dick. Alcanza con ver Electric Dreams, la serie antológica basada en algunos de sus cuentos, para entender el alcance de la obra del escritor norteamericano que desde mediados del siglo 20 vislumbró las formas que terminaría asumiendo su futuro, que ya es nuestro presente. El mundo de neón, la contaminación y la inteligencia artificial antropomorfizada de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, fuente de inspiración para la película Blade Runner, cuestionaba los extremos a los que la humanidad es capaz de llegar muñida de herramientas demasiado sofisticadas para comprender y abarcar los límites morales de su propia supervivencia. Una preocupación que hace tiempo dejó de ser solo una fantasía, un futuro indefinido, que ojalá nunca ocurra. En el episodio "Autofac" de Electric Dreams, todos los parámetros son reconocibles: la autopista, los centros comerciales y la promesa de una producción centralizada y capaz de satisfacer todas las necesidades y los deseos de consumo universales. Otro relato de advertencia que desde una serie, paradójicamente el modo favorito e inmensamente popular de consumo cultural, señala lo que cuesta reconocer en la vida cotidiana. Que el peligro más acuciante e inmediato no está en las consecuencias de la tecnología ni de la inteligencia artificial con capacidad de volverse autoconsciente, sino en el consumismo que no mide los efectos devastadores para el futuro inmediato: lo que produce ese click que confirma una nueva compra, la inscripción a otra red social o que una foto ya fue cargada y distribuida a todos los seguidores. Lo único que falta es que le den un like. Cinco puntos para ser una persona de calidad y, sobre todo, de cantidad.