Apuntes de la introspección
Nos maravillamos, no sin razón, de la vastedad del universo. ¿Pero cuán extensos somos por dentro, qué tan hondo es el ser? ¿Acaso será cierto que cada una de las golondrinas que estos días revolotean en la galería de casa quedarán grabadas en mi memoria, y que luego migrarán, como cuando llega el invierno, hacia regiones inaccesibles para la conciencia? ¿Y qué hay de las nubes, las estrellas, los rostros, los nombres, las palabras?
Pero no. No se trata nada más que de memorias. Basta cerrar los ojos -es menester- y mirar nuestro interior para advertirlo. La reverberación de las emociones, cuando llega el griterío dichoso de los niños jugando en la plaza -una música que es la más celeste de todas-, y que se desplaza en el agua del alma hasta los rincones más lejanos, tal vez incluso hasta perderse. Los sueños de anoche, que al final, luego de muchas idas y venidas, nos terminan conduciendo a un cuento de Borges y a ese amorío adolescente que solo quedó como un nombre escrito en la regla de madera que había sido de mamá. Los rencores necios (todos lo son) que nos queman la boca del estómago durante una temporada, que luego se van, y un día, décadas más tarde, recordamos con estupefacción, porque todo ese mercurio hirviendo se ha vuelto más insignificante que el rocío.
Han aparecido sobre el barrio dos halcones de los grandes, y los corajudos teros lanzan sus escuadrones punzantes, persiguen al invasor sin descanso y el aire se llena de sus increpaciones. ¿Cuánto vive un tero? Lo ignoro. Pienso entonces que una parte enorme de nuestro interior está hecha de pura ignorancia, de lo que nunca supimos -no de lo que aprendimos y olvidamos, porque eso deja una huella pálida-, y ese vacío se ensancha con cada nuevo conocimiento, como la luz de una linterna, que agranda la noche. ¿Y las ideas? Están por todas partes. Algunas son nuestras. O eso creemos. A otras las fuimos comprando, aquí y allá; en ciertos casos, tras una minuciosa pesquisa. Pero sobre todo abundan las ideas pequeñitas, al parecer inofensivas, y cada tanto, muy abajo, donde rara vez miramos o solo miramos de reojo, aparece un prejuicio. Como a las malas hierbas (me pasé dos primaveras desterrándolas del jardín), lleva mucho tiempo y mucho esfuerzo erradicarlos. Es interesante observar cómo se camuflan entre principios rectores, verdades obvias, cuestiones evidentes.
Se me ocurren también ideas absurdas. Por ejemplo, que esta parece haber sido la semana de los desperfectos. Anteayer, pinché un neumático en medio de la nada y debajo de un aguacero. Ayer a la mañana algo pasó con la caldera y hube de hacer magia para volver a tener agua caliente. Ahora mismo, mientras escribía estas líneas, la computadora que uso a diario ha decidido agonizar. Idea absurda número 4810: ¿es posible que la providencia se ocupe de consumar estas bromas sarcásticas, reuniendo en pocos días una montaña de contratiempos menores? ¿O es solo coincidencia?
Tiempo. Tenemos en nuestro interior una muchedumbre de horas y de años, de semanas e instantes. Casi no estamos hechos sino de tiempo.
Pero si ahí afuera, en el jardín, en el cielo, en el mundo, el tiempo discurre insobornable, aquí, en la sabana inexplorada de nuestro interior, se trastorna y se curva, se puebla de ecos, y entonces un segundo parece siempre y siempre no existe en absoluto, aunque habite en ese segundo eterno. El primer beso. La noticia horrísona. El susurro inesperado. Muchas cosas son y a la vez no son aquí, en lo que somos.
Ante semejante inmensidad, el hoy parece tan pequeño y el ahora tan microscópico que no les prestamos atención. Pasa, pasó, pasará. Mañana será otro día. Pero entonces será hoy. Y ayer habrá entrado en la forja de nuestro interior, transfigurándose, empezando a germinar para convertirse en otra molécula o en otra galaxia de esto que somos y que cada uno es de una forma diferente: un universo. Somos universos.