Calles eran las de antes
Cuando yo era chico, si andaba solo, salía a pasear en bicicleta sin ningún riesgo ni temor por las calles cercanas a mi casa. Pero si estaba con mis amigos, con mis compañeros del barrio, jugábamos al fútbol y a veces al tenis. Eran partidos aguerridos, en los que nos juntábamos cerca de treinta o cuarenta jugadores, más algunos padres y amigos. También hacíamos carreras de autitos de juguete a lo largo del cordón de la vereda. Una vez al año se corría el "Gran Premio de Palermo", con asistencia generalizada de familias y alguna que otra trifulca por las incorrecciones al impulsar los cochecitos.
Por supuesto estos juegos se realizaban en las calles del barrio y eran interrumpidos (muy pocas veces) por el paso de algún coche, habitualmente el del médico del barrio o el del juez de la vuelta de casa, los únicos que disponían de vehículo propio, claro.
Salvo alguna infracción muy evidente en el desarrollo del juego, solamente se interrumpía al grito de "¡Cocheeee!" de alguno de los jugadores, avisando la proximidad de alguno. Parábamos, mirábamos con un poco de bronca al que pasaba y seguíamos desde donde se había detenido la jugada.
Yo recuerdo las calles de un tamaño mayor a las de ahora, aunque son las mismas… Y no es porque yo fuera más pequeño, ya que era bastante grandote desde pibe. Lo que pasa es que no había autos. No estaban estacionados a un costado como empezó a suceder de a poco. Y, sobre todo, no estaban estacionados a ambos lados de la calle, como sucede ahora.
Uno de mis vecinos tiene cuatro autos. Estaciona dos en el interior de su inmunda vivienda y deja los otros dos molestando a todo el mundo, en especial a mí, que me caliento por cualquier cosa. Sacar el coche es una aventura, pues lo hago casi a ciegas, entre los que están ubicados a ambos lados de mi portón, dejando apenas el ancho exacto del mío, con los espejos retrovisores plegados, claro está.
La señora de enfrente tiene una enorme camioneta que usa solamente para ir a su casa de campo los fines de semana. Por supuesto la deja afuera, medio atravesada entre el portón de su casa y la vereda, impidiendo el paso de las señoras que vienen desde la avenida, los paseadores de perros o mi hija, cuando viene a visitarme con mis nietas.
Ir al centro de la ciudad se ha convertido en una aventura interesante, de final incierto, aunque de transcurso bastante previsible. Mientras uno utiliza la autopista, solamente se ve interrumpido por pequeños accidentes de tránsito, manifestaciones de grupos armados de palos, incendio de cubiertas en desuso en protesta por cualquier cosa o, simplemente, una carrera de motos que utiliza dos o tres carriles, haciendo imposible la circulación por los demás.
Ni hablemos de las banquinas, usadas en toda su extensión para depositar carros, camiones y todo tipo de envases de venta de frutas, barriletes o cualquier otra mercadería.
Por fin, al llegar a la ciudad, empieza lo bueno: el tránsito por las distintas call..., perdón, desfiladeros, verdaderos y angostos pasadizos, que apenas admiten el paso de un vehículo, totalmente llenos de coches estacionados en ambos lados y camiones de descarga de agua, gaseosas, diarios o alimentos de supermercados. Con tal de molestar, reparten. A toda hora. En todas las calles. No se salva nadie. Ni la señora que no puede caminar, ni la madre con dos niños pequeños, ni el cieguito de la esquina. Nos molestan a todos.
Hace poco un taxista me contó que una de sus máximas distracciones, cuando trabaja, es utilizar un pequeño martillito con el que rompe el cristal del espejo retrovisor de los autos que encuentra mal estacionados, obstaculizando la circulación. Dice que prefiere eso a tomar benzodiacepinas. No sé muy bien qué son esas drogas, pero se lo veía saludable, casi sonriente, como si estuviera buscando coches mal estacionados.
Mi amigo Pucho, que es un poco complicadito él, me contó que hace una semana le dejaron un coche estacionado tapando la entrada de su garaje… Le pregunté: "¿Llamaste a la grúa?"… Me miró sonriente y me dijo: "No, fui a la librería". Al ver mi cara de sorpresa, me explicó. "Primero fui a la librería, compré dos pomos de pegamento rápido, le tapé todas las aberturas y entonces sí llamé a la grúa". Luego me comentó que lo que más lamentaba era no haber presenciado los vanos intentos del dueño del auto para abrir alguna de las puertas.
Me doy cuenta de que las cosas han cambiado, que la proliferación de los coches en las ciudades y el poco desarrollo de los transportes públicos están haciendo muy difícil la circulación y realmente alteran el sistema nervioso de cualquiera.
El atronador sonar de las bocinas, como las que oigo en este momento, los insultos y gritos desaforados que resuenan como si estuvieran encima de mi cabeza, me impiden hablar por celular con mi esposa, a ver si cenamos fideos o prepara la carne al horno con papas y batatas que tan bien le sale. Creo que voy a tener que cortar la llamada y seguir manejando, dejar de interrumpir el tránsito y, en todo caso, dejar la decisión de qué comer para ella o llamarla desde mi oficina, una vez que deje el auto en la cochera.
La gente no tiene paciencia. Es intolerante.
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Daniel Rabinovich