Contra el gatillo fácil
Lautaro Bugatto fue asesinado por un policía bonaerense que, según consignan las crónicas policiales, lo confundió con un ladrón cuando "intentaba frustrar el robo de un ciclomotor propiedad de su familia". Bugatto, que estaba saliendo de su casa con unos amigos, fue alcanzado por un tiro que entró por su espalda. Murió a poco de llegar al hospital.
El lunes pasado, a menos de un mes de los hechos y el día en que Lautaro hubiera cumplido 21 años, Alicia Giardina, su mamá, junto con su abogado, con miembros del Centro de Estudios Legales y Sociales, y con algunos diputados y referentes políticos brindaron una conferencia de prensa en el Congreso de la Nación. Dos días después, hubo una manifestación en las puertas de los tribunales de Lomas de Zamora, donde se tramita la causa, en demanda de justicia.
Pero lo cierto es que -como en prácticamente todos los casos de violencia policial- no se trata sólo de una demanda de justicia genérica, lo cual por supuesto sería absolutamente legítimo, sino de una demanda de justicia y verdad ante la evidencia de irregularidades en el incipiente proceso de investigación. Así, lo que tenemos es, por un lado, el hecho que llevó a la muerte de Lautaro, que abre un expediente judicial. Y, junto con ello, otro(s) hecho(s), distintos pero que también revisten enorme gravedad porque hacen a la producción de ese expediente judicial.
En la conferencia de prensa se señalaron una serie de irregularidades en la instrucción de la causa. Menciono sucintamente algunas de ellas: los funcionarios policiales que se hicieron presentes en el lugar omitieron preservar la escena del crimen; el agente imputado, junto con su esposa y su hermana -ambas testigos presenciales del hecho-, mantuvieron una reunión en privado con el subcomisario a cargo del procedimiento; hubo irregularidades en lo que hace a la custodia de los elementos de prueba (el auto del imputado y el ciclomotor que habría sido objeto de la tentativa de robo fueron devueltos a sus propietarios, familiares del imputado); el testimonio de un testigo que se presentó espontáneamente a declarar -y que podía demostrar que no hubo oponente alguno a los disparos del agente- no fue asentado por los funcionarios policiales en las actas de instrucción; estos mismos funcionarios policiales que omitieron incluir ese testimonio se presentaron en la casa de la familia Bugatto, que fue interrogada de manera intimidante.
Todo esto no sólo pone en tela de juicio la objetividad de la comisaría para investigar, no sólo revela violaciones del Código Penal provincial, también deja al desnudo el funcionamiento de una corporación que ha dado sobradas muestras de protegerse por la vía del encubrimiento, la fabricación de pruebas y la intimidación.
El rápido e inteligente desempeño de la familia de la víctima y también la condición del propio Lautaro, un joven deportista de clase media, impidieron el camino frecuente: que se defienda la actuación del funcionario policial y se inculpe a la víctima. Los reflejos políticos tanto del gobernador como del ministro de Justicia y Seguridad de la provincia son evidencia de que tomaron nota de esto.
A diferencia de lo que ocurre habitualmente, el funcionario policial fue puesto a disposición de la Justicia y hoy está imputado. En otras circunstancias, probablemente el policía no hubiera pasado de una declaración testimonial. Es lo que ocurre frecuentemente con los jóvenes varones pobres, víctimas habituales de la violencia policial. Los familiares de Lautaro, en cambio, sus amigos, allegados, incluso el club Banfield, del que era jugador de fútbol, actuaron rápido y con una batería de recursos aprendidos por tantos otros familiares de víctimas del gatillo fácil que, en ese proceso, devienen activistas contra la violencia institucional, y que en su acción enlazan sus intereses y compromisos con otros actores de la escena política. Eso habla de un saber que proviene de una experiencia colectiva más o menos inorgánica, pero siempre oportuna y necesaria. Y su accionar, eficiente y eficaz, marcó los límites de la cancha. Eso es bueno. A fin de cuentas es lo que llevó a que el gobernador dijera: "Esto no es inseguridad, es un asesinato". Sin embargo, la respuesta institucional es débil y la constatación de ciertas recurrencias remanidas ante casos de violencia policial se hace insoportable.
Aunque no existen datos oficiales y públicos en la materia, la información producida por organizaciones de la sociedad civil dan cuenta de 322 particulares muertos por la acción de la policía bonaerense entre 2008 y 2011. El problema no es sólo que Benítez -el funcionario policial imputado- disparó, como afirman funcionarios políticos, "violando todo tipo de ley, reglamento y disposición administrativa". El problema es Benítez, pero también una corporación que muy eficientemente "comprende" a uno de sus integrantes, y hace lo imposible -y aun lo ilegal- por protegerlo y encubrirlo. El problema, también, es un poder político provincial que no muestra demasiado interés en contribuir a sancionar prácticas habituales, ni en definir acciones y políticas que impidan la activación instantánea de estos mecanismos de encubrimiento y protección de "propios" frente a aquellos que considera ajenos. El problema es una sociedad dispuesta a apoyar estos "efectos colaterales" en una presunta "lucha contra el crimen". El problema es creer que existen "manzanas podridas" y que con sólo aislarlas estaremos a salvo, aunque no se sabe bien de qué. Porque lo cierto es que no hay tal lugar del individuo autónomo (y desviado) que viola normas que se presumen justas. Lo que hay es una corporación que protege a un "propio" y que para eso despliega todo su saber y sus artimañas. Resulta indispensable entonces que lo acontecido deje de ser un déjà vu . En materia de seguridad uno de los mayores problemas es la propia corporación policial. Y el problema no se resuelve con un jefe civil. Es preciso algo más. Resulta imprescindible que la noción de gobierno de la seguridad ciudadana encarne en las instituciones. © LA NACION
María Pita