Coronavirus: Mani pulite
Hace unos días, un destacado investigador de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA describió en detalle cómo se hace la prueba de PCR para detectar partículas de coronavirusen los hisopados de pacientes sospechosos. Uno tiende a pensar que la operación es coser y cantar: poner el hisopo en un tubito, el tubito en una máquina y, al cabo de un par de horas, leer el resultado. Nada más lejos de la realidad. El famoso análisis (salvo que, como en Corea, esté robotizado) exige una larga secuencia de operaciones que de solo escucharlas agotan. Además, los técnicos deben realizarlas ataviados de pies a cabeza con camisolines, botas, escafandra, antiparras, barbijo y doble guante de látex. Que laboratoristas, médicos y enfermeros adopten ese aspecto de extraterrestres para protegerse de un microorganismo que mide entre 120 y 160 nanómetros (o mil millonésimas partes de metro) contrasta con una de las principales medidas recomendadas al público general para prevenir su transmisión, así como la de muchos otros virus y bacterias: el lavado de manos.
Considerada la estrategia de salud pública más costo-efectiva que se haya descubierto, médicos y cirujanos tardaron mucho en darse cuenta de que era la clave para prevenir infecciones. Revisitando De matasanos a cirujanos. Joseph Lister y la revolución que transformó el truculento mundo de la medicina victoriana (Debate, 2018), me encontré con que su autora, Lindsay Fitzharris, cuenta la historia.
A mediados del siglo XIX, a menudo la limpieza "no iba más allá de barrer el suelo y abrir las ventanas en la sala de operaciones". Lister sospechaba que si las salas se mantenían limpias, sus pacientes dejarían de morir, y promovía una escuela de pensamiento basada en "limpieza y agua fría", que proponía hervir el agua y luego dejarla enfriar antes de lavar los instrumentos quirúrgicos y la herida en la creencia de que el agua fría contrarrestaba el calor que se suponía el causante de la inflamación y la fiebre.
Por esos días, estaba empeñado en combatir la "fiebre puerperal", un azote que se atribuía al ambiente tóxico de las salas. Fueron tres médicos de distintas nacionalidades los que, entre 1795 y 1860, mostraron que en realidad era causada por sustancias mórbidas transmitidas por ellos. Uno fue Alexander Gordon, de Aberdeen, que en 1789 debió enfrentar un brote que se prolongó durante tres años. En un informe publicado seis años más tarde, argumentó que la causa de esa infección era algo que los propios profesionales transmitían a las pacientes. Fue muy atacado por sus colegas, pero 50 años más tarde Oliver Wendell Holmes, profesor de anatomía de Harvard, escribió un estudio en el que las respaldaba.
El que resolvió el problema fue el húngaro Ignaz Semmelweis, que trabajaba en el Hospital General de Viena. Observó que había una diferencia notable entre la sala de obstetricia que era atendida por estudiantes de medicina y la que atendían las matronas. La primera tenía el triple de tasa de mortalidad, que se atribuía a la manera masculina de tratar a las pacientes. Entonces, probó con poner un recipiente con agua clorada a la entrada, donde estaban obligados a lavarse las manos. "Las tasas de mortalidad se desplomaron", dice Fitzharris. Bajaron en un mes de 18,3% a 2,2%, y al mes siguiente, al 1,2%.
Pero aunque salvó muchas vidas, Semmelweis no pudo convencer a sus contemporáneos y terminó encerrado en una institución para enfermos mentales "donde pasó sus últimos días enfurecido por la persistencia de la fiebre puerperal y con los médicos que se negaban a lavarse las manos", cuenta la autora.
Tendrían que llegar Pasteur y sus investigaciones sobre la fermentación para que empezara a cambiar la historia. ¡Y pensar que todavía necesitamos que nos insistan en lavarnos las manos!