Defensas contra la admiración
Cuando uno se aficiona un poco demasiado a una obra de arte es muy probable que termine destruyéndola para sí mismo. No es tanto cuestión de que la obra se torne demasiado conocida, dócil, sino más bien de que vamos adhiriéndole a ella tantas capas de recuerdos y de vivencias que llega un día en que encontramos más en ella nuestra propia imagen en el espejo que la obra misma. La humildad es un buen antídoto para esta colonización vivencial: abandonarse a ella y renunciar a convertirla en un museo autobiográfico.
Las pinturas, por su lado, se defienden solas, porque todo está a la vista, y nada lo está realmente. Para la música están los ejecutantes.
Por mi parte, de la obsesión por la Sinfonía N° 9 de Anton Bruckner me fueron salvando (o más bien salvaron a este sinfonía, y a algunas otras) episódicos directores. De todas las lecturas que escuché, hay una, sin embargo, que se perdió para siempre: fue un ensayo de la Filarmónica de Viena en la Großer Saal del Musikverein. A los asientos de madera, prácticamente de templo, parecen faltarles solamente el reclinatorio. La sala -la más perfecta caja de zapatos del mundo- estaba vacía, dirigía Barenboim y la experiencia tuvo una intensidad inusitada, tal vez por la acústica de la sala desierta; tal vez, más probablemente, por efecto de esa obra en semejantes condiciones acústicas.
Sabemos que Bruckner no llegó más allá del "Adagio". Encerrado en el Palacio Belvedere, enfermo pero por fin celebrado aun en su dificultad, rezaba todas las noches para que se le concediera el deseo de concluir la sinfonía. No pasó de ese movimiento lento y, previendo la inconclusión, pidió que en el lugar del último movimiento faltante se ejecutara su Te Deum. Nadie lo hace y tampoco sería necesario hacerlo; no por el propio Te Deum, sino porque esa sinfonía, merced a una especie de mandato histórico, debía concluir allí donde fatalmente concluye, y en rigor toda conclusión resulta fatal, ineluctable. Hacia el final del "Adagio" sobreviene una disonancia sorpresiva, aunque largamente calculada, de una tensión formidable, reforzada por el fortissimo, y enseguida un silencio súbito, en seco.
Muy pocos lograron realizar más expresivamente el pasaje que Günter Wand, otro de mi benefactores en la lucha contra la erosión sentimental. Wand, el director de Bruckner que mantuvo siempre la mayor afinidad con su música.
Muchos años más tarde, también en Viena, un vendedor de discos de un negocio en el cruce de la Seilerstätte y la Annagasse me contó una anécdota: Wand recibió en una ocasión una crítica periodística adversa de un concierto en Viena; nunca más volvió a dirigir en la ciudad. Dirigía en otros teatros de Austria, pero ya no en Viena, el lugar en el que tendría que haber dirigido siempre esa obra.
En ese "Adagio", que había concebido como su despedida del mundo, Bruckner, con la intercesión crucial de Wand, vislumbra el abismo. Empezó a despedir un mundo que no era solo el suyo. "El dodecafonismo de Schönberg es el punto sin retorno al que se llega a partir del último movimiento de la Novena de Bruckner", dijo una vez justamente Barenboim. Bruckner, ese campesino tan escasamente moderno y cuya imaginación musical, al margen de Schubert y Wagner, nacía de un órgano de iglesia, encontró un incipit que llevaba más allá del modernismo. He ahí una rara cifra de la dialéctica histórica del arte.
Pero hay también algo más que una curiosidad para historiadores y críticos. La disonancia es tensión, y el cromatismo trafica con ella. "Cuanto más cromatismo existe -dijo también Barenboim-, más posibilidades de resolución se presentan. Mientras que fuera de la música la ambigüedad es falta de coraje, en la música confiere una riqueza singular." Subrayar esos pasajes es misión de un director como Wand. Pero las obras maestras saben cuidarse a sí mismas.