Detrás de los pasos de Gainsbourg y Brel
No tuve posibilidad de verla todavía, pero hay en cartelera una película, Iniciales S.G., que me empuja a volver al cine. Tiene como personaje central a un cincuentón (Diego Peretti) que en su juventud cantaba covers de Serge Gainsbourg, al que sus amigos llaman "el Francés" y que, según se desprende de las críticas, se comporta con un desenfado similar (aunque en versión tarambana) al que el artista francés conservó hasta el final de su vida, cuando ya no era joven ni resultaba tan seductor ni ingenioso como en sus días de gloria.
De la existencia de Gainsbourg -tan poco conocido entre nosotros- me enteré no mucho después de que muriera en 1991. Todavía se conserva su casa en la rue de Verneuil, no lejos del Sena. Su paredón, plagado de grafitis que aluden a sus canciones y sus amores, no deja de atraer turistas. Gainsbourg -esmirriado, de ojos saltones, con nariz y orejas sobresalientes- tuvo que pasar diversas pruebas para imponerle a la chanson française, más allá de su talento como compositor, ese physique du rôle antiheroico. Lo logró con su memorable voz de bajo y sus letras poéticas que con los años se volverían cada más transgresoras y carnales. Los años sesenta y setenta, con su clima de liberación, fueron una coartada para que ejerciera sus dotes de seductor: como se sabe, primero logró hacer tararear a una vocalmente timorata Brigitte Bardot. Más tarde, escandalizó con los gemidos orgásmicos de "Je t'aime... moi non plus" (1969), que no eran suyos, sino de la formidable Jane Birkin, novia veinteañera del maduro exponente de cuarenta que era por entonces él. La más inocente de sus ofensas fue simbólica. En 1979 grabó en Jamaica "La Marsellesa", al ritmo de reggae. Recitó la letra con una desidia irónica que el título ya adelantaba: "Aux armes, etc" corta con un etcétera perezoso el combativo estribillo del himno francés.
Al final de su vida se parecía mucho más a una vieja estrella de rock que al crooner de voz grave y envolvente de los comienzos. Hoy muchas de sus bravatas libidinales -su inclinación por las nínfulas, las alusiones incestuosas de cierta canción de 1984, el doble sentido de "Les sucettes"- no alcanzarían a sobrevivir el jurado popular, masivo e inmediato, que suele manejarse en las redes.
"Esta vida es un hospital en que el cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de lugar", dice en uno de sus poemas en prosa Charles Baudelaire. Gainsbourg, que no en vano tituló "Baudelaire" una de sus primeras canciones, sintetiza como pocos el cansancio de ser todo el tiempo uno mismo y la inquietud que a veces sentimos de volvernos alguien distinto. Los creadores lo resuelven por la vía del arte ("yo es otro", decía Rimbaud); el resto de los mortales, por los más diversos caminos.
Que yo sepa, si nos salteamos El Quijote, la mejor sátira a esa necesidad de escapar a la condena repetida de ver siempre la misma cara en el espejo la propuso Woody Allen en Zelig. La capacidad adaptativa de Leonard Zelig, el personaje, es formidable: si está rodeado de personas de la comunidad china, se le rasgan los ojos; si se junta con músicos de jazz, su piel se vuelve tan oscura como la de sus acompañantes negros; si con judíos ortodoxos, le crecen largos rulos y barba. La psicoanalista que trata a ese inédito ser camaleónico termina por descubrir cómo empezó el problema: alguna vez en un recreo del colegio, Zelig descubre que todos sus amigos conversan sobre Moby Dick, libro que todos habían leído excepto él. Avergonzado, opta por mentir y sumarse al diálogo. He ahí la base para un trauma inolvidable.
Habrá que ver si al protagonista de Iniciales S.G. le gusta encarnar una copia del cantante francés. Su destino, en todo caso, no sería tanto ser otro como parecérsele, mentir y mentirse un poco a la manera de Zelig. La necesidad de ser otros no se reduce a la mimesis, sin embargo. Lo más común es imaginarse otras vidas posibles; lo mejor, dejarse llevar por esos momentos, siempre al alcance de la mano, en que uno se extravía sin casi darse cuenta. En mi ejemplo no hace acto de presencia mi admirado Gainsbourg, sino uno de sus mejores contemporáneos, el belga Jacques Brel, el cantautor de "La valse a mille temps". Hace ya años, estando en Bruselas, una amiga brasileña que vivía en la ciudad me llevó a un bar que quedaba en el corazón de una manzana. Era, según me dijo al fin, el local en el que acostumbraba recalar el joven Brel, antes de armar las valijas e irse a París para continuar con su carrera. La mesa que (se supone) usaba casi cada noche estaba vacía. Nos sentamos ahí y durante un rato tuve la ilusión, rodeado de cerveza y des frites, que estaba respirando un aire similar al que respiró Brel y que, viendo las mismas cosas que él había visto, de alguna manera estaba ocupando su lugar en el mundo. Fueron minutos, pero en esos minutos fui otro.