El canal que hizo un país
Llegué a la Ciudad de Panamá para pasar dos días vertiginosos en una reunión iberoamericana de comunicación de la ciencia y me sorprende un abigarrado conjunto de torres de acero y vidrio. Se agrupan bajo un cielo que en esta época del año alterna varias veces por día entre el celeste diáfano y el gris plomizo. A 500 años de su fundación, en 1519, el perfil de los rascacielos que se arremolinan en el centro se nos aparece como un Puerto Madero con anabólicos.
Pero cuando la autopista deja atrás esa isla de catedrales de la modernidad y bordea la algarabía de los barrios tradicionales (con bloques de edificios de tres pisos, ropa colgada y amasijos de antenas, cables y trastos en los balcones), se llega a la Ciudad del Saber, un singular conjunto arquitectónico de 120 hectáreas que alguna vez pertenecieron a la base estadounidense Clayton, hoy reconvertida en un espacio que alberga organismos internacionales, un hotel, escuelas de élite, centro de convenciones, ONG, y algunas compañías innovadoras. Todo salpicado de palmeras y enmarcado por la selva tropical.
Justo enfrente se encuentra Miraflores, el último grupo de esclusas del Canal de Panamá, cuya visión en vivo y en directo permite hacerse una idea de lo que significó esta obra de dimensiones colosales, que se extiende por 80 km y en la que trabajaron varias decenas de miles de personas que debieron soportar la malaria y la fiebre amarilla.
Tras los inicios frustrados de una compañía francesa, que entre 1882 y 1903 removió más de sesenta millones de metros cúbicos de tierra, construyó puentes, puertos, hospitales y líneas férreas, en 1906 se comenzó con la maravilla que es hoy: una "aorta" del comercio mundial que, si por alguna razón se bloqueara, infartaría la economía de varios de los países más poderosos del globo.
Abierta las 24 horas y los 365 días del año, esta vía que une ambos océanos es una formidable proeza de la ingeniería que fue posible por la existencia de esta delgada lengua de tierra, un río caudaloso y un régimen de lluvias excepcionalmente abundante. Los océanos están a la misma altura, pero la topografía del lugar exigió crear, cerca de la desembocadura de un río en el Atlántico lo que en su tiempo fue el lago artificial más grande del mundo (el Gatún). Pero como estaba a 26 metros sobre el nivel del mar, diseñaron tres "escalones" (las esclusas de Gatún), que se abren y se cierran para elevar los barcos.
Desde allí, y después de atravesar una pequeña cordillera, las embarcaciones llegan a las esclusas de Pedro Miguel, donde descienden casi diez metros en un solo escalón hasta el lago Miraflores y, tras recorrer poco más de un kilómetro y medio, descienden en dos pasos para volver a estar al nivel del mar. Un pequeño trecho más adelante, salen al Pacífico. Todo el trayecto les lleva entre ocho y 10 horas.
Desde el mirador de Miraflores es imposible no quedar estupefacto ante esas moles aparentemente inmóviles que aguardan su turno para avanzar.
Construido con la tecnología disponible a principios del siglo XX, el Canal se basa en sencillos principios de hidráulica. Las esclusas son enormes tabiques operados eléctricamente, y todo el proceso funciona como los vasos comunicantes: por efecto de la gravedad, el agua pasa de una cámara a la otra e iguala el nivel entre ambas.
Desde 1999, Panamá es dueño de explotar esa vía de comunicación soñada desde que en 1513 Vasco Núñez de Balboa descubrió lo que llamó el "Mar del Sur" y, que, en gran parte, le permitió obtener su independencia.
Sin duda, el mayor orgullo de este pueblo multiétnico y notable calidez es "el Canal", que consideran "un tesoro" del país, ya que el oro y el petróleo algún día se acabarán, pero el comercio mundial continuará creciendo y, entonces, el Canal seguirá allí.