Supe que algo no estaba bien cuando, tapada hasta el cuello, me desperté con escalofríos. Me dolían los músculos, me goteaba la nariz, me ardía el borde de los ojos y cada tanto me atacaba una tos seca, como de ultratumba. Tenía que salir de la cama, pero mi cuerpo me decía que me quedara.
No cabía duda: estaba bajo la influencia de un virus y eso explicaba también los bostezos que me habían asaltado los días previos en horarios insólitos, el dolor de cabeza y el cansancio ingobernable.
En medio del abatimiento, volver a recorrer los párrafos subrayados de un par de libros no hizo más que maravillarme ante el poder de esos organismos, cien veces más diminutos que las bacterias (en su mayoría pueden medir entre 10 y 300.000 millonésimas de metro), apenas una secuencia de material genético rodeada de proteínas, y que no son capaces ni de alimentarse, ni de reproducirse por sí mismos, pero pueden apoderarse de la maquinaria celular y a veces hasta aniquilar a animales, hongos, plantas, bacterias o incluso otros virus. Dicen que el célebre Peter Medawar, considerado "el padre de los trasplantes" y ganador del Premio Nobel en Fisiología o Medicina en 1960, los definía como "un trozo de ácido nucleico revestido de malas noticias".
Por su pequeñez, que los vuelve invisibles a los microscopios ópticos, los descubrieron a fines del siglo XIX. El neerlandés Martinus Beijerinck observó que solo se multiplicaban dentro de células vivas en división. Según cuenta el virólogo argentino Pablo Goldschmidt en La gente y los microbios (Editorial SB, 2018), hasta ahora se caracterizaron unos 3000.
Estos personajes de los que hablamos con tanta familiaridad son, sin embargo, muy extraños. Por ejemplo, se discute si son seres vivos o estructuras moleculares transmisoras de información biológica, ya que, por un lado, evolucionan por selección natural, pero no tienen células ni metabolismo propio y necesitan una célula hospedadora para producir copias de sí mismos.
También se debate acerca de su origen. Para algunos, explica Goldschmidt, son fragmentos de ADN que se organizaron, evolucionaron y se desplazaron entre las células. Para otros, son pedacitos de genomas que se independizaron de estructuras bacterianas. Y también se postula que habrían evolucionado a partir de fragmentos de ADN o ARN de otros organismos. Pero el descubrimiento de virus gigantes pone en tela de juicio estas ideas y actualmente se especula con que provienen de una rama desconocida del árbol de la vida.
Aunque chiquititos, los virus son temibles. Las relaciones interespecies pueden metamorfosearlos, como se sospecha que ocurrió con el virus de la inmunodeficiencia de los simios (SIV) y el VIH. Uno puede ser inofensivo (el virus de los monos no les produce enfermedad), pero cuando atraviesa la barrera de las especies, puede sufrir mutaciones que lo convierten en un agente letal. Algo similar ocurre con la influenza aviar, que comenzó a infectar a los seres humanos, y cuyo avance se detuvo gracias a los sistemas de vigilancia y monitoreo para prevenir las pandemias de gripe.
Como destaca Michael Oldstone en Viruses, Plagues and History (Oxford University Press, 2010), muchos alteraron el mundo en que vivimos y continúan haciéndolo. La viruela y el sarampión, que llegaron a América con los europeos, diezmaron las poblaciones nativas, que nunca habían estado expuestas a estos gérmenes. Al mismo tiempo, los europeos morían en grandes cantidades por fiebre amarilla, especialmente las tropas francesas en Haití. Fue por esta causa que Napoleón decidió venderle una parte importante de sus posesiones en este continente al recién formado gobierno de Thomas Jefferson. La adquisición de esa enorme área les permitió a los Estados Unidos extenderse desde el Caribe hasta Canadá. Pensándolo bien, al lado de todo esto, ¿qué son unos días en cama con un poco de fiebre?