El intocable color de cualquier ciudad
Alguien imagina un berlinés arrancando un tilo de la avenida Unter den linden para habilitar un carril de transporte? ¿O a un parisino poniendo en riesgo uno de los castaños de Champs Elysées? Imposible. Otra es la realidad que nos rodea. En menos de lo que canta un gallo, el paisaje de Buenos Aires puede sufrir un inesperado cambio.
La avenida 9 de Julio, un orgullo para todos los argentinos, con sus canteros arbolados por ejemplares añosos de virapitá, palo borracho y jacarandá, acaso ya no será la misma. Muchos de esos árboles fueron plantados por Nicolás García Uriburu con vecinos y amigos, en un gesto que lo engrandece y que confirma la preocupación del artista por el planeta, el medio ambiente y el paisaje. Su obra más famosa fue, justamente, la alerta verde que envió en los años sesenta, al colorear los canales de Venecia.
Los árboles son el color de una ciudad. El amarillo ocre de lo ginkgos en Nueva York; las camelias en la plaza de La Coruña; la bouganville, (nuestra Santa Rita) del South Beach de Miami; los naranjos de Valencia; los dorados espinillos de Gualeguaychú y el verde inconfundible del algarrobo cordobés.
El paisaje de Buenos Aires tal como lo conocemos, lleva la firma de Carlos Thays (1849-1934) un paisajista francés invitado a Córdoba por el empresario Crisol para que diseñara un parque. Luego director de Parques y Paseos de Buenos Aires, cargo ganado por concurso. Sobre sus rodillas, Thays trajo de Salta, donde se los conoce como tarco, al jacarandá, y llegaron también del Norte el palo borracho y la tipa. Pequeños almácigos que cuidó hasta que se hicieron fuertes y grandes para marcar con el paso de los meses la identidad cromática de Buenos Aires. Una paleta única y atractiva que explota con el rosa intenso del lapacho a fines de agosto, sigue después el rojo ceibo, el azul del jacarandá, el amarillo del la tipa con su imponente esqueleto vegetal, y el rosado y el blanco de los palo borrachos, ahora castigado para dar curso al proyecto Metrobus.
Los árboles de una ciudad son intocables. Basta recordar el ejemplo de la baronesa Thyssen y los árboles del Paseo del Prado, en Madrid. El alcalde Gallardón pensaba arrancar 738 ejemplares del boulevard para modificar su trazado. Antes de dar un paso, tuvo que dar marcha atrás cuando la baronesa Thyssen amenazó con llevar el museo que lleva su nombre a Suiza, amén de prometer encadenarse a los árboles. Ganó la batalla verde: cambiaron el proyecto y no se taló un solo ejemplar. La protesta de la dueña de l museo estuvo acompañada por más de 600 recursos de amparo de ciudadanos comunes y corrientes; que tienen voz y tienen voto.