Esclavos de la corrección política
La semana pasada, y con mucha publicidad en los medios del mundo, Daniel Barenboim fue objeto de una cadena de denuncias de maltrato de varios instrumentistas de la Staatskapelle Berlin, una de las tres orquestas más antiguas del mundo, que el Maestro argentino dirige desde 1992 y a la que logró llevar a un nuevo nivel de excelencia, con una expansión indiscutible de su repertorio y acontecimientos como el primer ciclo completo de las sinfonías de Anton Bruckner en Estados Unidos. No viene al caso discutir cada testimonio adverso. Limitémonos a uno solo, el de un timbalista. Según su propio testimonio, el músico había aprovechado el primer intervalo de El ocaso de los dioses, de Richard Wagner, para hacerle saber a Barenboim que tenía migraña y que no aseguraba su concentración durante el resto de la ópera. Desde ese momento, siempre de acuerdo con el timbalista, el Maestro le hizo indicaciones en cada solo con la mano y con el pie, "como si le estuviera enseñando a un chico", lo que hirió el orgullo del instrumentista y lo hundió en una depresión.
Vale la pena examinar la situación. ¿Qué debería haber hecho Barenboim? ¿Resignarse a una función defectuosa en una sala llena de asistentes que pagaron cientos de euros? ¿Y qué habría pasado al revés? ¿Cómo habría tomado la orquesta que Barenboim dijera que se sentía mal y que no estaba en condiciones de dar las entradas correctas?
El timbalista, desde luego, hizo estas afirmaciones (de un episodio que ocurrió... ¡hacia 2002!) en Facebook. En unas declaraciones en The New York Times, Barenboim fue discreto; aseguró que el instrumentista en cuestión era muy bueno, pero tenía "problemas de ritmo", algo evidentemente grave si se toca el timbal. Agregó que las decisiones de un director de orquesta no pueden someterse al voto popular. Claro que quienes no conocen una orquesta (y quienes sí la conocen, pero se hacen los vivos porque queda mal decir lo contrario) saben que las orquestas no son democráticas en este punto.
Días después, en la entrevista que publicó LA NACION, Barenboim fue terminante sobre el otro aspecto de la cuestión, que es el que me interesa. Cuando le preguntaron sobre el #MeToo, el Maestro respondió: "La Justicia es totalmente lo contrario de lo que pasa hoy en las redes y medios sociales. En la Justicia uno es inocente hasta que se compruebe la culpabilidad. En las redes y medios sociales es totalmente lo contrario. Te acusan y ya está. Y es muy difícil comprobar la inocencia". Es la era del "escrache", modus operandi que nació para señalar los domicilios de los acusados de crímenes y se generalizó después a casi todo; por ejemplo, a Barenboim.
Una starlet de la televisión argentina a quien Wikipedia define como "personalidad de internet" dijo: "El que no hizo nada no tiene por qué tener miedo. Y el que tiene miedo es porque algo habrá hecho". Cuando yo era chico, la frase "Algo habrán hecho" se usaba para justificar crímenes; veo que cambió de signo... o no.
Un director de orquesta que cumpla con mano firme (e incluso mal carácter) sus funciones será acusado públicamente de maltrato, y al académico temerario que afirme que el lenguaje "inclusivo" es una aberración gramatical, la progresía -con la complicidad de cierto lobby periodístico y legisladores (aun ministros) que prodigan "ciudadanías ilustres"-, lo expondrá al escarnio y le pedirá la renuncia a la academia. ¿Mejor callarse? La corrección política es la más insidiosa variedad de la censura, esa que quien quiere hablar se ejerce a sí mismo como violencia antes de hablar. Y si lo hace -si habla- será por su cuenta y riesgo del escrache o de que se le acuse de "impunidad verbal": punibles serán aquellos que no piensen como uno.
La corrección política es un lugar común, el peor de todos, y, por eso, una comodidad del pensamiento. Ni un músico ni un intelectual verdadero pueden permitirse esos lujos. En realidad, nadie honesto debería permitírselos.