Juegos de la mente o las fronteras de la musicofilia
De pronto la música suena dentro de mí. En mi mente. Si fuese un hombre de fe, diría que es la voz de Dios la que me habla. Sucede de manera impensada, sin importar dónde me encuentre. Puede sumirme en una rara mansedumbre o provocarme un rapto de energía. Me descubro a veces haciendo ligeros movimientos de cabeza o de manos y pies, siguiendo el pulso rítmico, mientras mentalmente dibujo una o dos líneas melódicas en un delicioso contrapunto entre el piano y la guitarra. Existen pocas cosas que me produzcan mayor placer que ser ese compositor secreto que crea música en las sombras. Esa disposición se vuelve más acuciante durante las noches, cuando la mente, ajena a toda clase de ruidos que suelen perturbarla durante el día, queda a su propia merced y se entrega a la ensoñación. No se trata de aquellos fragmentos que imponen con su persistencia la música pop o la publicidad, sino de pasajes más complejos. La obra suele llegar a mí con un sinfín de detalles. Pensándolo mejor, no llega a mí, exactamente; más bien, me habita, y en ese instante de silencio comienza a emerger del mismo modo en que la invención de un escultor asoma a la luz a medida que el artista despoja a la materia de lo superfluo. Se trata de un disfrute de la música propio de un espíritu avaro y egoísta: la música suena dentro de mí y nadie más, naturalmente, puede escucharla. Una audición íntima y secreta. Un amigo que es crítico musical me dijo alguna vez que en el silencio de la madrugada suele escuchar música clásica siguiendo la partitura. Cuando quise saber qué le proporcionaba leer música mientras la escuchaba, me respondió que le transmitía una sensación de intimidad que no era capaz de alcanzar de otro modo.
Durante cierto tiempo, en la adolescencia, creí que era portador de una capacidad musical extraordinaria. Pero el tiempo me quitó ese anhelo. Hace algunos días, encontré en el fondo de la biblioteca un libro al que regreso cada tanto: Musicofilia, de Oliver Sacks. En ese volumen el célebre neurólogo reúne una serie de casos clínicos en los que estudia los efectos que la música puede tener sobre la mente humana. Esas consecuencias pueden ser enormemente beneficiosas, pero también temiblemente nocivas.
En el primer capítulo, Sacks cuenta la sorprendente historia de Tony Cicoria, un cirujano norteamericano. Una tarde de otoño, mientras disfrutaba de un paseo junto a su familia cerca de un lago, Cicoria recibió la descarga eléctrica de un rayo. Sobrevivió sin sufrir consecuencias, y con el paso de los días solo notó que apenas sufría una leve pérdida de la memoria. Ninguno de los exámenes que le realizaron -un electrocardiograma y una resonancia magnética- registró daños. Pero de pronto sucedió algo extraordinario: una mañana, sintió el deseo irrefrenable de escuchar música de piano. Hasta ese día no había sido siquiera un oyente frecuente, pero los hechos ocurrieron de manera vertiginosa. Escuchó enfebrecido una grabación de piezas de Chopin interpretadas por Vladimir Ashkenazy. La música empezó a ocupar su mente de manera torrencial. Soñaba música. Estaba poseído. Cuando Sacks le preguntó de dónde provenía, refirió vagamente a Mozart:
-Llega del cielo -respondió.
El súbito pianista comenzó a viajar para escuchar a sus intérpretes preferidos. Aprendió a escribir música, y la música nunca más lo abandonó.
El caso llamó la atención de Sacks porque también él posee el don de escuchar música en su mente. En un pasaje del libro, el prestigioso científico da cuenta de sus dificultades para oír una orquesta sinfónica; tiene lo que denomina la imaginación de un pianista, y en su programa favorito ocupan un lugar especial las mazurcas de Chopin.
Oír mentalmente una orquesta entraña, desde luego, un desafío mayúsculo. Para evitar transitar por ese campo escarpado, personalmente me inclino por la música de jazz y por formaciones pequeñas como los tríos, cuyo entramado musical es en general más sencillo y asequible (aunque no siempre) y favorece la improvisación. Desde luego, tengo serias dudas de que la música que suena en mi mente sea completamente original. Tiendo a pensar que en esos paisajes musicales hay variaciones o fragmentos pertenecientes a mis temas favoritos, e incluso a visiones distintas de una misma composición, de manera tal que en el desarrollo de un tema pueden escucharse (puedo escuchar), por ejemplo, pasajes de las versiones de Michel Petrucciani, Herbie Hancock o Bill Evans.
Como si escuchase la voz de Dios.
Playlist
Mientras escribí este texto escuché: Michel Petrucciani Au Théâtre Des Champs-Élysées, Petrucciani; Maiden Voyage, Herbie Hancock