La luz interior
La actualidad se desliza con facilidad hacia lo previsible. Apenas iniciada la cuarentena, fue imposible no recordar Viaje alrededor de mi cuarto, de Xavier de Maistre, del mismo modo que la pandemia había impuesto antes las novelas "de peste". Es el malentendido de la anécdota, porque ni La peste de Albert Camus es sobre la peste ni Viajes alrededor de mi cuarto es sobre el encierro. Únicamente los escritores malos escriben "sobre" algo, tributarios de la agenda del día. Como sea, la actualidad alienta una inducción que nos orienta a determinados objetos sin que sepamos, en primera instancia, por qué fuimos a ellos.
El interés por la pintura de Jan van Eyck, de Vermeer y, más que ningún otro, de Pieter de Hooch era efecto de algo compartido por esos artistas y por nosotros, algo que no encontramos en sus contemporáneos italianos: el interior. Quien mire ahora Interior con figuras o El armario de la ropa blanca notará un aire de familia con otros interiores. Podríamos agregar a Rembrandt, previsiblemente, con su contemplación obsesiva de sí mismo.
Paul Claudel inicia su libro L'oeil écoute con una introducción a la pintura holandesa en la que hace una observación que merece citarse, si no completa, por lo menos generosamente: "Las escenas íntimas nos despiertan a la conciencia de la duración. Son el continente de un sentimiento que se evapora. No miramos una pintura de De Hooch, no la acariciamos con un parpadeo. Estamos inmediatamente dentro de ella, habitamos en ella. Estamos encerrados, contenidos por ella. Nos impregnamos de la atmósfera que ella guarda, nos entra por los poros, por las branquias del alma. Está colmada del silencio de la hora".
No es un encierro afligido; la domesticidad aflige a quien antes se distraía de ella puertas afuera. Puede haber movimiento en estas escenas holandesas, pero sabemos que la escena ocurre en silencio, como si lo representado fuera el correlato del silencio de la representación, o directamente de la pintura misma.
Pero la belleza doméstica de De Hooch no es exactamente la nuestra, no porque no pueda serlo, sino porque ya no la vemos como belleza.
Algo une a De Maistre y a De Hooch, y eso que los une no es el encierro. "Que no se me censure porque soy prolijo en los detalles: es la costumbre en los viajeros", leemos que dice De Maistre, que por lo demás menciona a Rafael y a Correggio, pero no dice nada de los holandeses, y es mejor así, porque la mención habría sido casi un pleonasmo.
En el caso de De Hooch, ese detalle no son los individuos de la escena, tampoco los interiores, sino la luz que cae sobre ambos. Algo que podríamos aprender de él es no solo la atención al interior en el que estamos todo el día, todos los días. Mejor: cómo es su luz.
Por lo general, no vemos la luz, sino lo iluminado; con los holandeses, remontamos ese hábito y vamos de lo iluminado a la luz.
La de Hooch no es una luz alegórica, como la que el poeta Ludwig Tieck encontraría después en la pintura de Caspar David Friedrich; una luz que quiere llevarnos más allá de ella, a un sentido distinto.
De Hooch, en cambio, nos presenta una pura evidencia material que busca desentenderse de la materia. Eso mismo pasa con el color, que vemos como luz.
Claro que el pintor nos lleva una ventaja en comparación con los interiores en los que estamos (no importa cuáles sean): para acertar con una luz así tenemos que esperar, y cuando llega puede durar no más que segundos. De Hooch, en cambio, inventa esa luz, y esa luz que ya no muda ni con el día ni con los días. Es probable que, si se lo piensa de esta manera, pueda entenderse no como alegoría, es cierto, pero sí como símbolo y restitución de lo perdido.