La puerta de salida de la noche
Durante una buena parte de mi vida, desde que escuché la frase por primera vez, me he preguntado con cierta frecuencia qué significaba eso de que, en los malos momentos, hay que concentrarse en cosas positivas.
O sea, pensar en positivo justo cuando estás atravesando una pésima racha o tuviste un problema mayúsculo. Ahí, para evitar sentirte mal, hay que cambiar de canal, por así decir, y poner una comedia o una pochoclera. Bueno, en este sencillo acto, me niego a cometer semejante pantomima de la psiquis. Me rebelo. Siempre me rebelé contra una mueca así, y cuando me tocó sufrir, sufrí. Todo lo que hacía falta. Durante todo el tiempo que fue necesario. Sin miedo ni a llorar ni a estar triste. Desanimado, cariacontecido y de un humor avinagrado. Hasta que superé el problema, hasta que cursé el duelo. No porque sí, en mi infancia, los duelos debían durar un año. No era un mandato, descubrí con las décadas, al convertirme a mi vez en deudo, sino un hecho de la vida.
Pronto se cumplirán dos años del fallecimiento de mi padre. Durante muchos meses no pude escuchar sino réquiems, algunos cuartetos para cuerdas y misas. Transcurrió un año completo, tal vez un poco más, y pese a que escucho música prácticamente durante todo el día, no pude poner nada que sonara jubiloso. Porque no me sentía bien, porque el alma, en su síncope, experimentaba una repugnancia primigenia hacia casi cualquier forma de alegría.
No se cura una herida negándola, mirando para otro lado. Tarde o temprano, se infectará. También nuestros sentimientos pueden emponzoñarse. Así que no, gracias, paso. El abrazo de un ser querido ayuda a sanar. Las palabras justas. Es amigo verdadero el que te dice que están bien las lágrimas, que te desahogues, que te tomes tu tiempo. Ese amigo no desea verte mal, pero sabe que el dolor es el único camino que nos aparta del dolor. La noche es la puerta de salida de la noche.
Miren, no tengo ni un pelo de rebelde sin causa. Entre otras cosas porque existe un principio bien conocido de la realidad y es que todo tiene una causa. El rebelde sin causa fue mal educado, le sobra tiempo o algo así, pero siempre hay una causa. Así que intentaré explicar esta defensa del dolor, que suena tan políticamente incorrecta y hasta un poquito masoquista. Mi explicación será, digamos, evolucionista.
Como podrán notar, si observan la naturaleza, no hay allí nada inútil. Es otro bello principio, uno de esos sobre los que uno puede razonar sin temor a equivocarse. Todo lo que la naturaleza ha producido cumple una función, está por algo. Si uno suprime esa función, van a ocurrir varias cosas, ninguna buena. Porque el otro principio, anexo y complementario, es que todas las funciones que ha creado este planeta son necesarias. Pasa con los bosques, pasa con la biodiversidad y pasa también con el sufrimiento.
Que seamos capaces de estar alegres, contentos, incluso de alcanzar instantes de felicidad, no es sino el resultado de que somos seres emocionales. Nunca va a reír el que nunca ha llorado, se lo firmo. A nadie le gusta sufrir, qué novedad, pero cuando toca, hay que darse ese lujo. Les falta a los animales el don de la carcajada, pero sé que son capaces de sufrir, de entristecerse, de estar afligidos. Esa emoción doliente nos une al universo que nos engendró, y quiero recordar aquí que lo primero que hacemos al llegar al mundo es llorar, no reírnos. (El cínico de fuste diría que no nos falta razón.)
El dolor que reprimimos se enquista. Queda ahí para siempre. Solo se alivia si fluye y se expresa, y eso nos vuelve también más piadosos.
No me entiendan mal. Prefiero la dicha, las personas que iluminan mi vida y reírme mucho. Pero no siempre podemos elegir las circunstancias, y cuando llega la adversidad, como en esta pandemia, aquellos que no han temido atravesar el dolor y dejarlo cicatrizar poseen más experiencia. Que es lo mismo que decir que son los más optimistas.