Los libros y la calle
En la infancia tardía (o en lo que creo recordar de ella), la lectura era un vicio (impune, diría el escritor Valéry Larbaud) que convenía no hacer público. La afirmación de la masculinidad parecía reclamar la vileza de la calle y la deplorable lógica de la supervivencia del macho más fuerte y más soez. Entonces, no había amigos, porque la calle era tierra de enemigos. Los amigos eran los libros, y ni siquiera ellos: era más bien un mundo ordenado, muerto (sin peligro) y, sin embargo, muy vivo (no hay nada más vivo que lo muerto).
En todo caso, más vivo para mí que las peleas a las trompadas en la vereda. Tenía diferencias con un vecino, y mi padre, que participaba de mundo de los libros y conocía muy bien la calle, propuso que esas diferencias se dirimieran en la calle. Mi padre fue el árbitro. Yo leía en esa época la Eneida; el otro tenía un conocimiento mayor: sabía pelear. No me fue tan mal, pero perdí, en última instancia; algo que entendí porque mi padre, piadoso, interrumpió la lucha.
Una línea aparte merece el Gordo Gonzalo (¿se llamaba así?), que me escupió una tarde por no sé qué cosa. Fue peor que un puñetazo (de paso, usé una vez esa palabra, "puñetazo", y fui objeto de nuevas burlas). Yo seguía leyendo. Años después, supe que Gonzalo había muerto, drogado de quién sabe qué, y calcinado cuando se incendió el rancho en el que vivía mientras trabajaba en una estación de servicio a la vera de alguna ruta.
La peste vitalista nos convenció de que hay que vivir para escribir, y que lo importante no está nunca en los libros sino en la calle. No es cierto. Del mismo modo que la música dialoga con la música, los libros se escriben con los libros. ¡Ah! Pero la vida... Claro. Con el tiempo, mis amigos fueron no solamente los libros, sino quienes los escriben y quienes no los escriben, pero los leen mejor que nadie.
La calle nos solivianta únicamente en la medida en que se revierte en invención literaria. La calle nos atrae como lo contrario de lo que somos, pero un contrario que puede convertirse (por la alquimia de escribir) en lo que somos.
El título de esta columna (justamente, "Los libros y la calle") viene prestado del nombre que Edgardo Cozarinsky les puso a sus memorias de lector en la colección de la editorial Ampersand en la que ya publicaron también, entre varios, José Emilio Burucúa y Alan Pauls. En el caso de Cozarinsky, el contrabando entre esos dos mundos no sucede con beligerancia, sino casi orgánicamente. Una de mis páginas preferidas es esa en la que el conscripto Cozarinsky está leyendo una antología de Leopoldo Lugones y un suboficial (me parece recordar) le pide el ejemplar. Lee el primer verso de "Melancolía", de Los crespúsculos del jardín: "A la hora en que a la tarde le aparecen ojeras". Contesta: "Ahora entiendo el tango 'Afiches'". ¿Por qué? Muy simple: por estos versos: "Ya da la noche a la cancel/ su piel de ojera". Cozarinsky no había descubierto todavía a Roberto Goyeneche, que lo cantó mejor que nadie. Como sea, ahí estaba ya el pasaje.
Lo real no existe. Alguien tiene que inventarlo, y aquellos que lo inventan son -cosa rara- quienes menos creen en lo real. Cozarinsky, que como es de prever no tolera una pared sin libros ("Me sentiría exiliado si no viviera entre paredes cubiertas de libros"), vulneraba la ultima thule que separaba Leandro Alem de Paseo Colón para ir al bar Unión y pedir un Cuba Libre (qué cosa más inocente para nosotros, heavy drinkers). Sin embargo, ese bar, que ya no existe, persiste en Dark, un libro (¡justo!) del propio Cozarinsky.
La calle no conquistó a Cozarinsky; fue él quien la conquistó a ella. ¿Quién conquista a quién? ¿La letra a la calle o la calle a la letra? Nadie a nadie. La calle nos pierde, los libros nos salvan. Los libros nos pierden, la calle nos salva. Mejor dicho: los libros nos salvan de nosotros mismos, nuestro mayor peligro.