Paciencia, fe, resignación, diálogo
Paciencia. Es una de las virtudes que te enseña un jardín, incluso uno modesto. Una planta no es una lamparita. Y una semilla no es una píldora. La paciencia es una inclinación compleja y de muchos rostros, pero es raro que defraude o lleve a puertos tormentosos. No hay siembra sin paciencia. Ni flores. Ni frutos. Una planta necesita que la reguemos más con espera y fe que con agua.
Un jardín o una huerta, si somos sus tutores o encargados, nos enseñan también la resignación. Es muy bueno aprender a perder, porque es imposible ganar siempre. Plagas, enfermedades impronunciables, el granizo, una tierra mala, hay muchos enemigos que amenazan a nuestro pequeño vergel. Tras una catástrofe, aprendemos, como aconsejó Kipling, a empezar de nuevo con herramientas gastadas.
Estos trabajos silenciosos imparten todavía otras dos lecciones.
Una es que de nada sirve enojarse. La vida en este planeta, según sabemos hoy, se despertó hace unos 3700 millones de años. Ha tenido tiempo de sobra para crear una relojería inextricable y perfecta en la que nada -nada del todo- está de más. En ocasiones es brutal y no conoce la piedad. Pero cuando nos resulta adversa, enojarse es una lamentable pérdida de tiempo.
Segunda lección: de nada sirve la violencia. La vida ganará siempre. Su única ley es prevalecer. Por eso, tal vez, lo mejor que nos dejan una huerta o un jardín es el volver a conectarnos con la naturaleza.
La frase, más visitada que la Torre Eiffel, no tiene que ver con caminar una vez al año por un bosque durante 45 minutos. Conectarse con la naturaleza es una comunión intensa, muchas veces dolorosa, por momentos enajenante. Es un rito de pasaje abrumador que, con los años, empieza a transformarnos, y de pronto, una mañana, nos encontramos escuchando lo que dicen el viento y las nubes, los insectos y los pájaros. Comenzamos a entender. Más aún. Con el tiempo caemos en la cuenta, desconcertados, de que podemos hablarle a la naturaleza. Que nos escucha. La contemplación se convierte, así, en diálogo.
Hace poco noté que las hormigas estaban podando uno de los fresnos que hay en la puerta de casa; el más débil, para peor. Sin violencia, tenía que mandar un mensaje. Para eso puse cinta adhesiva en el tronco, lo que durante una semana impidió el paso de las cortadoras. Luego de eso, no volvieron a tocarlo. Incluso sin cinta. Mensaje recibido.
Es posible que para entender lo que significa esta conexión haya que pensar en cuánto perdimos cuando nos asaltó esta arrogancia blasfema y le dimos la espalda a la naturaleza.
Como si la civilización no fuera una expresión de la vida en este planeta, construimos ciudades y pergeñamos técnicas que no podían sostenerse en el tiempo sin destruir el medio ambiente. No es difícil imaginar cuán diferente habría sido la historia si de entrada hubiéramos prosperado aliados con la Tierra. Pero no. Tras unos pocos siglos, atrapados en nuestros laberintos de concreto y esmog, el diálogo se diluyó en frases hechas y escapadas rápidas. Hasta que se cortó.
Lo he notado muchas veces. El plácido paseo de 45 minutos por un bosque no es sino un ensayo de la ceguera. Cierto, un rescoldo de lo que fuimos late con la luz filtrada por los innumerables matices del verde, el olor de la hojarasca y el canto de las aves; hay regocijo en el fondo del alma. Pero nada más. Se confunden casuarinas con pinos y todos los demás son, bueno, árboles, yo qué sé. Los pájaros constituyen un enigma, excepto las torcazas. Cada insecto representa una amenaza. Y algunos tienden el mantel del picnic debajo de los eucaliptos añosos en un día de viento. Qué peligro.
No hace mucho que nos divorciamos. Quizás estamos a tiempo de reflexionar y darnos cuenta de que no le hacemos ninguna falta a este planeta. Es precisamente al revés.