Pintar lo que no se ve
Una de las pocas cosas buenas de lo que llamamos "arte contemporáneo" (una palabra absurda, porque todo fue contemporáneo de algo y de alguien) es que nos permitió preguntarnos qué era ese arte y, por lo tanto, qué había sido el arte del pasado, el que ya no era. Las definiciones son bastante estables entre el Renacimiento y el modernismo (acaso porque lo moderno empezó ahí mismo, en el Renacimiento), pero son un poco más problemáticas antes, y ni hablar después, pasada la revuelta vanguardista. De ese futuro, que es nuestro presente, se habla todo el tiempo. Mejor volver la vista atrás. Por ejemplo, a la pintura religiosa rusa, que es como decir los íconos bizantinos, una historia que empieza a fines del siglo X.
La bibliografía sobre ese período es enorme (bastaría The Byzantine Achievement, de Robert Byron), pero a veces no hace falta buscar grandes libros: un buen ensayo ilumina el asunto. Recordaba un artículo de Vera Macarov en un viejo número de la revista Sur. Con Sur pasa algo muy raro: cada uno de sus números se lee ahora como si fuera una antología de ensayos, poemas, cuentos, críticas. Todo parece haber sido concebido a prueba del tiempo, que es la condena de cualquier publicación periódica. El ensayo de Macarov (sobre quien habría tanto para decir, pero eso sería objeto de otra columna) en el número de Sur de abril de 1946 es sencillamente ejemplar.
Ya en el principio, propone que los íconos "no son cuadros religiosos que ilustran o narran acontecimientos de las Escrituras, sino más bien una traducción plástica de dogmas inmutables". La narración era más propia del arte antiguo y, posteriormente, del Renacimiento. Pero aquí no hay anécdota alguna, aun cuando podamos identificar bien claramente cuál es el episodio representado.
Esto podría parecer para algunos un indicio de primitivismo, como si el dogma negara el pensamiento o cualquier instancia intelectual. En realidad, es más bien al revés. Para llegar al dogma se necesita, además de la fe, un ejercicio tremendo del pensamiento, mayor incluso que el que demanda afirmar que el dogma niega el pensamiento.
El caso más extraordinario, ni haría falta decirlo, es el de Andrei Rublev, posiblemente el mayor pintor ruso de todas las épocas. Su pintura de la Santísima Trinidad tiene por "tema" la visión de Abraham, a quien se le aparecieron tres ángeles bajo el aspecto de viajeros. Pero todo es aquí simbólico: las tres figuras con el mismo rostro, los reflejos de los colores de cada uno en los vestidos de los otros son en realidad la idea de Uno en Tres y Tres en Uno. Más todavía, Rublev acierta con un símbolo de su propio arte, de la pintura bizantina, en la que no existen individuos definidos y todos son en realidad repeticiones de modelos. Escribe maravillosamente Macarov: "Es poco decir que sea idealista; es trascendente. No hay en ella naturaleza material: ni día, ni noche, ni espacio, en el sentido humano, ni tiempo". Anota demás otro detalle no menos sorprendente: "En su anhelo de absoluto anonimato, el pintor no toma por punto de partida su propio ojo, sino el del personaje representado [...] La verdad material del mundo solo asoma de vez en cuando en la pintura sagrada".
Mucho más tarde, en el siglo XVII, el escritor inglés sir Thomas Browne tuvo la ingeniosa idea de que la belleza natural no existía, puesto que la naturaleza era ya la obra de arte de Dios. De esa misma manera hay que entender esta pintura rusa de la que hablamos: como la representación de lo irrepresentable: aquello que está detrás de esa "verdad material". Como dice Macarov: "Lo que se llama pintura, en el sentido limitado de la palabra, en el ícono es solo momento y medio". Después de todo: ¿hay algo más actual -y a la vez más utópico- que un arte que quiere trascender su propio medio, su propio material?