Seamos imperfectos
Ya sabemos de sobra que aquello que nos mantiene en vilo de una pintura, una pieza musical, una canción o un poema no es nunca la perfección. No quiero decir que lo perfecto no nos atraiga, sino que, más bien, nos gusta lo perfecto en la medida en que está amenazado por la imperfección. Los dos artistas que conquistaron con mayor naturalidad la perfección -Rafael Sanzio y Mozart, no hay novedad en estos nombres- son los mismos que conspiraron secretamente contra ella, trastornando los límites del estilo o llevándolos a un colmo. Por eso uno no se cansa nunca de ver esos cuadros o de escuchar esos conciertos de piano, esos quintetos de cuerdas, esas óperas.
Otro atajo por el que una obra de arte nos toma por sorpresa no es ya la imperfección o la perfección, sino lo que no pudo llegar a un extremo ni al otro: lo inconcluso. La Pietà Rondanini, de Miguel Ángel, en el Castello Sforzesco, es un caso emblemático, porque es notablemente más conmovedora que la otra Pietà del artista, la que está en la Basílica de San Pedro. La mejores películas de Orson Welles (Soberbia, Otelo) quedaron sin terminar y arruinadas por montajistas sin talento. ¡Pero qué ruina gloriosa! El resultado fue acaso mejor (ya no lo sabremos nunca) que si Welles hubiera dado la costura final.
Pero hay todavía otra variedad de la persuasión de una obra que también niega la perfección. En cierto modo, es el reverso (o el anverso) de la inconclusión: esas obras que exhiben la dificultad de empezar, el trabajo dilapidado por arrancarse a sí mismas de la nada. Hay un libro de Macedonio Fernández -tan admirado por Borges, aun a pesar suyo, y por Ricardo Piglia- que se llama Una novela que comienza. En el título está ya todo dicho. El problema no consiste en acertar con un final, sino en encontrar un principio, un principio perpetuo. El propio Macedonio Fernández fue más lejos todavía en otro de sus libros, Museo de la novela de la Eterna, hecho casi todo de... prólogos. Un prólogo precede a un escrito. Para Macedonio, el prólogo gira en el vacío. Macedonio Fernández me interesa muy poco, pero hay que admitir que aquí dio en el blanco.
Hace muchos años, décadas tal vez, el suplemento cultural del diario El Ciudadano, de Rosario, estaba dirigido por el poeta y crítico Martín Prieto. Me acuerdo de que en una sección de la contratapa (como esta misma) se les pedía a escritores que eligieran su principio preferido de un libro. No sé qué contestaría yo ahora (nadie me preguntó entonces), pero en su momento me sorprendió coincidir con alguien (¿quién?) que optó por las primeras líneas del cuento "El caos", de J. R. Wilcock, tan admirado no por Borges ciertamente, sino por Silvina Ocampo. Empieza así: "Desde muy chico me atrajo la filosofía. Debo confesar que padezco de algunos impedimentos físicos -por ejemplo, en una mano tengo tres dedos y en la otra, por desgracia la derecha, solamente dos, lo que entre otras cosas me impidió aprender el piano, como hubiera sido mi deseo...". Muy bien. Pero el problema es que es tan bueno como principio que reclama un final a la altura, y lo tiene (no voy a spoilear).
En cambio, ¡qué difícil es no esperar al final para fracasar, hacerlo directamente en el principio y lograr esa obra maestra que no lleva a ninguna parte más allá de sí misma y que, por ese mismo desinterés, nos muestra otro horizonte!
Claro que sí. Cuando alguien muestra todas las cartas, se acabó el juego y pasamos a otra cosa. Del mismo modo, cuando una pintura, una pieza de música, una canción o un poema están completos, se terminaron para nosotros. Es necesario que se guarden algo, y cuanto más se guarden, mejor. Si se lo considera así, puede ser que Miguel Ángel no dejara inconclusa su Pietà Rondanini, sino que nunca la hubiera empezado realmente. La obra de arte redonda, consumada, es una condena. El círculo cerrado no es el emblema de la perfección, sino de la muerte definitiva.