Un acuerdo pide más que buena voluntad
Invitar al diálogo, buscar el acuerdo, es remar contra la corriente. Lo que prevalece en la política de estos tiempos no es el entendimiento sino la confrontación. Hoy el antagonismo es llevado al extremo y la diferencia es incluso exacerbada con el afán de instalar una dialéctica que deja al otro en el lugar del enemigo, del mal en estado puro. El líder polariza a la sociedad en su beneficio y, en virtud de la "cruzada" que encarna, obtiene la excusa para pasar por encima de las leyes y las instituciones. Lo vimos aquí hace unos años. Luego el fenómeno se replicó por izquierda y derecha, indistintamente, en países como Estados Unidos, Italia, Hungría, México o Brasil.
Sin embargo, pese a su desprestigio, el diálogo parece más necesario que nunca. Sobre todo en sociedades fragmentadas en las que el sistema de partidos se astilló, y cuyas instituciones, creadas precisamente para poder tramitar las diferencias y los conflictos, se han degradado y hasta han sido cooptadas o están amenazadas por caudillos populistas que venden a las masas una tramposa redención. Así las cosas, la búsqueda de consensos representa hoy tanto un acto reparatorio como la apuesta inteligente a un proyecto común que, en las democracias escoradas de la actualidad, parece haberse evaporado.
De allí la trascendencia del llamado al diálogo que ha hecho el Gobierno, en el que invitó a consensuar políticas de Estado a las oposiciones, los gobernadores, la CGT, los empresarios y la Iglesia, entre otros sectores. En un país donde escasea tanto el debate como el desprendimiento necesario para alcanzar acuerdos entre aquellos que piensan distinto, y en el que se tiende a privilegiar la ventaja personal por encima de cualquier idea de bien común, el gesto es valorable. Sin embargo, la iniciativa pareció ir desdibujándose con el correr de los días. Puede que permita al Gobierno modificar la agenda y ganar protagonismo, incluso que ayude a tranquilizar a los mercados y al FMI, si se logra avanzar algo. No es poco, en el actual contexto de crisis y con octubre tan lejos. Pero hoy parece difícil que se transforme en un punto de inflexión que modifique la trayectoria declinante del país.
La oposición peronista, dispersa y titubeante, acusó al Gobierno de no creer en el consenso y de ensayar, con este llamado, un mero gesto electoral. Es difícil juzgar las intenciones. Lo que nadie discutiría es que el oficialismo se tomó su tiempo. La apelación llega tarde. Autosuficiencia, excesivo optimismo, falta de calado político. Algo de todo eso o todo eso junto. Hay que decir, también, que al Gobierno nunca le sobraron los interlocutores, acaso por esta concepción agonal y bélica de la política que marca desde hace décadas la vida nacional.
Qué decir, hoy, de esos interlocutores. Al principio, Lavagna se mostró renuente. Tenía su propia propuesta, que buscaba "esquivar la polarización" y excluía a Macri y a la multiprocesada Cristina Kirchner. Habría que avisarle que en sus filas revisten muchos dirigentes que colaboraron en la creación de la grieta durante los años del kirchnerismo mediante una sumisión absoluta a la voluntad de la expresidenta, quien no tolera el diálogo con nadie. El modo en que organizó la presentación de su libro en la Feria refleja el carácter autoritario de Cristina Kirchner. El cambiante Massa hará lo que le convenga. Lo cierto es que pocas veces el peronismo se dispuso a ceder algo si eso no era un medio para acrecentar el poder o llegar al gobierno.
Cuesta ser optimista. Sobre todo porque para alcanzar un acuerdo perdurable hace falta algo más, incluso, que la buena voluntad. Me refiero a la convicción de que existe un bien superior al propio beneficio. Y las convicciones no son algo que uno pueda ponerse y sacarse como un sombrero.
Puede resultar lejano, pero me gustaría ilustrar esto con unas reflexiones del escritor François Cheng sobre el significado del incendio en la Catedral de Notre Dame. Lo escuché cerca de la medianoche del martes durante la transmisión de Le Grande Librairie, un programa que emite la TV francesa. Después de afirmar que la historia conservará la fecha en que las llamas brotaron de las entrañas de la catedral y se elevaron al cielo con una furia asombrosa, Cheng recreó las sensaciones de ese día: "En un grado más alto -dijo- hay una emoción intensa que se apodera de todos. Y todos en la noche, aturdidos, desesperados, sienten que esta emoción es compartida por otros, y luego por todo un pueblo y luego por todo el mundo. En ese momento, irresistiblemente, se produce una comunión universal... No debemos olvidarla jamás".
Según Cheng, los franceses tienen entonces una revelación: "Es este monumento y absolutamente nadie más lo que encarna nuestra alma común, cargada de espiritualidad e historia". Luego recordó que tras creer que la perdían, la catedral se salvó. "En este caso, no olvidemos -dijo-. Seamos agradecidos y fieles a este bien común".
Los argentinos -y en especial los políticos- hemos olvidado que todos los que pisamos este suelo somos parte del mismo destino. Este es el presupuesto de cualquier acuerdo destinado a perdurar. ¿Qué Notre Dame necesitamos para recordarlo?
La columna de Carlos M. Reymundo Roberts volverá a publicarse el sábado 25