Mujeres que gritan
Son las 5:35 de la mañana. Es miércoles o jueves. Suena mi celular. Julieta, mi compañera de trabajo que todos los días a esta hora me pasa a buscar para ir juntas a la parada del colectivo que nos lleva al diario, me avisa que está cerca. Tengo que salir. Guardo la billetera en la cartera, agarro el celular y me voy de casa.
Vivo en un tercer piso. Llamo el ascensor y llega en segundos. Abro las puertas negras y algo gastadas con el celular en la mano, toco con fuerza el botón que dice PB porque no es muy sensible y comienzo a bajar. Entonces el aire seco y mudo de la madrugada se parte, se quiebra, se desgarra con un grito que incluso años después no podré olvidar: "AYUDA". Es la voz de una mujer que no calla: "¡Soltáme, dejáme ir, auxilio, alguien por favor ayúdeme!". Quiero abrir la puerta para cancelar el viaje pero el ascensor es automático. Es en vano. Sigue. Siento frío. Los alaridos están cada vez más cerca. Llego a planta baja y no pienso. Vuelvo a apretar con fuerza el número tres para regresar. Tiemblo. Bajo, dejo sin querer la puerta mal cerrada y me encierro en mi casa.
Agarro el teléfono de línea y marco el 911; no atienden o no puedo esperar. Llamo a Julieta para contarle lo que pasa. Me dice que ya está en la puerta del edificio, que no ve nada, que baje. Me convence. Respiro. Salgo una vez más de casa y abro el ascensor que antes había dejado mal cerrado. Me subo, aprieto PB con fuerza, con miedo. Llego al final del viaje en silencio. Bajo lento. Miro hacia la puerta de calle del edificio y la veo a Julieta. No está sola. A su lado hay dos policías que confirman que no fue un malentendido. Abro. "¿Usted hizo la denuncia, señorita?", me pregunta el más gordo de los dos. "No", respondo. "No se preocupe", me dice. "Violencia de género, no es la primera vez que esta pareja se pelea", me explica. Los dejo entrar, otro vecino los recibe en el hall. Empiezo a caminar hacia la parada del 108. Siento alivio. "No eran ladrones", me digo.
Pasaron cerca de nueve años de aquella madrugada y cada vez que la cuento o la pienso siento la misma vergüenza. Una mujer dentro de mi edificio había sido agredida por su pareja y yo me fui a trabajar tranquila porque no se trataba de delincuentes que me hubieran convertido en una paranoica, que me hubieran hecho creer que en cualquier momento me podían robar a mí. Tranquila porque no tenía fijado en la mente que en la Argentina cada treinta horas una mujer es asesinada, porque aún no había marchas rabiosas frente al Congreso ni miles de personas que reclaman con la razón en sus pancartas, en sus rostros, en sus cuerpos. Porque faltaba el glitter, la potencia de la verdad, la sororidad. Porque "#NiUnaMenos". Porque no se hablaba tanto, porque no se escribía tanto.
Hoy, cuando recuerdo la frase del policía, cuando recuerdo ese "no se preocupe", me aterro tanto como con aquellos gritos.