Multitudes que cuidan, multitudes que no
Lo vi yo. No me lo contaron. El día de la marcha de los maestros hacia Plaza de Mayo, al paso de los delantales y las banderas la gente aplaudía. Camino del trabajo, en el subte, era ver a los docentes avanzando y que algo -algo antiguo, de cuando una misma iba de blanco, y con trenzas- diera un salto adentro. Era reconocerse. Y recordar.
Yo lo vi. Esto tampoco me lo contaron. Las maestras de mi hijo están conectadas con sus alumnos vía Internet y más allá del horario de clase, y hasta los fines de semana. Le prestan libros increíbles, lo animan a leer. He visto, hace años, a muchas "seños" pagando de su bolsillo desde fotocopias hasta tizas y lápices. Lo que hiciera falta.
Después de la oferta de un aumento salarial que les alcanzaría a duras penas para comprar dos grandes de muzzarella, después de un torpísimo intento por reemplazarlos por voluntarios (y decir así que la educación es una tarea tan menor que literalmente cualquiera puede hacer), los maestros dijeron "Basta". Alguien dijo una vez que todo lo que ocurre en una escuela es un acto pedagógico. Y así es: los maestros enseñan más allá de sus lecciones. Enseñan haciendo, reaccionando y hasta vistiéndose. Mi actual idea de estar "bien presentada" se la debo a la señorita Elena, maestra de quinto, siempre impecable en su vestido, su peinado, su modo hermoso de mover las manos. Los maestros enseñan siempre. Por eso, esta vez, entendí (muchos entendimos) que no se trataba "de un paro más" y que había que estar junto con los docentes en su reclamo.
Hay, sin embargo, una lección que parece haber quedado inconclusa: la del autocuidado. Ahí todos hemos fallado. Porque si a veces poner el cuerpo es lo que cuenta, otras es la ausencia la que importa. No estar ahí. Porque bajo la gran manta de la multitud se desata, a veces, lo peor. Hace días, en Olavarría, vimos lo que significa una multitud a la deriva. Sola, con sus remolinos.
La dignidad de los maestros que dijeron con sus cuerpos que esta vez se había cruzado un límite, esa capacidad de unirse para salvarse todos juntos, tuvo el último fin de semana su reverso dramático: el sálvese quien pueda. A una desorganización criminal que no previó ni asistencia médica ni algo tan básico como carteles que guíen, se le sumó la pérdida de reacción: muchos no supieron cuándo había que irse. Todo terminó en heridos. En muertos. En gente que -mientras escribo esto- todavía nadie sabe dónde está.
Hay una lección ahí que sigue faltando. Una que posiblemente no se aprenda en la escuela. Pero que debe volver a enseñarse también ahí. Nadie te cuida. Nadie nos cuida. Y ya va siendo tiempo de repasarla. Sobre todo ahora, en estos tiempos de lobos sueltos y de corderos atados.