Nadie mata por amor
Mara se llama Mara, pero elige llamarse Alma. Ése es el nombre con el que se presenta a las personas que la conocen en su nueva vida, una etapa que comienza cuando huye de un destino seguro de mujer golpeada. Mara es muy joven: escapa del dolor y de la humillación que reinan en su casa; carga como único equipaje una mochila y una larga tela turquesa con la que trepa a la copa del árbol de la plaza en el que va a vivir por unos días. Un árbol que le permitirá llegar al cielo de una seguridad precaria mientras se aleja de los golpes, el maltrato y la violencia doméstica. Ésta es la historia que cuenta Paula Bombara (Bahía Blanca, 1972) en La chica pájaro, una novela para jóvenes que apareció en el mes de abril, en sintonía con el fenómeno de indignación general por la imparable ola de asesinatos de mujeres que llevó a multitudes a la calle el 3 de junio bajo la consigna "Ni una menos". No deja de sorprender esa perfecta sintonía con el ánimo social, una sensibilidad que muchas veces les permite a los escritores percibir un fenómeno antes de que tome cuerpo y anticiparse, así, a aquellos temas que van a ser capaces de atravesar una sociedad y perforar un modo de ver la realidad.
Paula se pone seria y dice que, hace unos años, un día vio cómo un chico le pegaba tremenda paliza a una chica en la calle. Que seguramente eran novios. Dice que nadie hizo nada por frenar al agresor, que ella misma no pudo hacer nada para defender a la chica. Que no pudo hacer nada significa que no se movió, ni gritó, ni llamó a nadie para evitar que el tipo siguiera apaleando a su novia. Dice también que se sintió muy mal por su falta de reacción y que su novela, sin dudas, surgió a partir de ese malestar. Todo esto lo dice en el Aula Magna del Nacional de Buenos Aires ante varias divisiones que coparon las butacas de este salón imponente para escuchar y preguntar sobre la violencia de género. Hasta no hace mucho, estos temas no "vendían". Las notas eran restringidas a páginas especiales o suplementos y las editoriales no se arriesgaban con libros: "La gente no quiere leer sobre estas cosas", se decía, lo que también debía leerse como: "No me interesa darles espacio a estas cuestiones". Hoy se lee, se informa, se discute sobre la violencia contra las mujeres en todos los ámbitos y soportes. Los medios publican decenas de artículos sobre noviazgos violentos (el comienzo del ciclo que puede llevar a la violencia física y hasta al crimen) y asesoran acerca de cómo detectarlos a tiempo. Todos ya entendieron que nadie mata por amor y los más chicos saben perfectamente qué se está diciendo cuando se nombra la palabra "femicidio" y hasta llevan la discusión a las aulas. Se habla en las casas, se habla en la escuela: es así como se producen los cambios de mentalidad.
Paula Bombara cuenta la génesis de su novela y lee luego un fragmento del libro, un capítulo en el que Mara le cuenta su historia de desamor y violencia a Leonor, una mujer mayor que la aloja en su casa y la protege de Maxi, un muchacho que la acosa y se pone agresivo cada vez que ella le dice no. La respiración nerviosa de la protagonista domina el texto y se traduce en puntos seguidos que se inscriben, incluso, en medio de una frase. "Lo que pasa es que mi casa es un quilombo. Perdón. Es un lío. Un lío. Y un desastre. Mi papá se fue cuando yo tenía siete años. Pero antes de irse nos cagó a palos. Perdón. Es que nos pegaba, ¿viste? Después nos hacía regalos. Una vez nos llevó a Disney. Yo tenía cinco, pero me acuerdo de todo. Mamá siempre, cada vez, decía que era así porque estaba enojado con la vida. Ella decía así. Yo nunca entendí. Lo de enojado con la vida. ¿Les pegás a otros porque estás enojado con vos mismo? Yo digo que no. No nos quería, ¿viste?"
En la misma sala donde se inauguran los ciclos lectivos, donde canta el coro de alumnos y reciben sus diplomas los egresados de este colegio histórico, la lectura de Paula impone silencio y callan hasta los más charlatanes. Todos prestan atención a sus palabras y a las de su criatura conmovedora, esa chica que creció a los golpes, viendo el sometimiento de su mamá y su incapacidad para salir de la trampa que marcó su vida. Veo sus rostros, escucho sus preguntas, percibo el interés. Sé que es en estas generaciones en donde está depositada cualquier ilusión de cambio de paradigma; que son estos chicos y estas chicas los que tienen en sus manos la posibilidad de hacer de la nuestra una sociedad de pares. En un momento, tomo la palabra y les pregunto a los alumnos de entre 13 y 18 que están ahí cuántos de ellos fueron a la plaza del Congreso esa tarde de junio: la estimulante postal de un mar de manos levantadas me lleva por un momento de nuevo al acto y a las palabras que ahí se leyeron. Esas que terminaron con aquella frase que resuena como rezo, pero también como promesa y compromiso: "Las queremos vivas. A todas". Sigo temblando con cada una de esas letras.