Nadie quiere que le metan la mano en el bolsillo
Usted iría a un restaurante donde el mozo, cuando terminó de comer, le mete la mano en el bolsillo, le saca una suma de dinero y, como toda explicación, le dice que ése es el monto que adeuda? Y ante su comprensible reclamo de que ése no es el procedimiento correcto, pues tiene derecho a que le traigan una cuenta que especifique los valores de lo consumido, ¿aceptaría por respuesta que usted no tiene de qué quejarse, que lo extraído de sus bolsillos es exactamente lo que debe y que qué clase de monstruo capitalista es usted, que se cree con derecho a comer en un restaurante e irse sin pagar, privando así a todos los trabajadores que se han esmerado en darle de comer de su derecho a una justa retribución por sus tareas?
Esta sencilla metáfora, que relaciona de manera burda la razonable expectativa de quien ha provisto un servicio de recibir una retribución, con el derecho de los ciudadanos a que se observen las formas mínimas de convivencia, es lo que parece estar sucediendo en nuestro país en muchas áreas. El gobierno nacional tiene una clara agenda política y se vale de los mecanismos de poder a su alcance y de sus mayorías legislativas para llevarla a cabo. Eso en sí no es reprochable, pues ha recibido hace no mucho un abrumador mandato para gobernar el país, y los disconformes con esa agenda no tienen más remedio que aguardar a que sea su turno de llevar a la ciudadanía una mejor propuesta.
Pero, dicho esto, es también claro que ese mismo gobierno tiene una tendencia al autoritarismo y a llevarse por delante a cuanta persona se comporte como el cliente del restaurante que simplemente quiere, antes de pagar, que le traigan la correspondiente cuenta.
En efecto, cuando un fiscal se pone a indagar algo de tanta trascendencia como una posible irregularidad en la adquisición de la empresa que imprime nuestra moneda y dirige su investigación a encumbrados funcionarios públicos, la reacción oficial es tan directa como descarnada. Llueven las imputaciones de parcialidad contra el fiscal que ha osado indagar en estos asuntos públicos y tanto éste como su máximo superior jerárquico son objeto de diatribas que terminan forzando la renuncia del último y el apartamiento del primero. Como escarmiento, la persona inicialmente seleccionada para remplazar al jefe general de los fiscales es una que incumple con cualquier criterio de "idoneidad" que quiera establecerse, incluso en sus umbrales más bajos.
Lo mismo sucede cuando otros magistrados asoman en causas en las que el gobierno nacional tiene interés y exhiben al hacerlo algún atisbo de independencia. El comportamiento oficial es entonces demoledor y las denuncias y ataques a esos jueces se muestran a la orden del día.
Parte de la ciudadanía, la que concibe el ejercicio del poder como algo que sólo es legítimo cuando se respetan los mecanismos institucionales, asiste a este despliegue de autoritarismo con honda preocupación. Es cierto que hay otro sector de la ciudadanía que no objeta este comportamiento oficial, e incluso hasta lo alienta, quizás porque de buena fe cree que el Gobierno persigue metas legítimas, pues, para volver a la metáfora del comienzo, nadie duda de que el cliente debe pagar por lo que ha comido. Sólo que en este último caso otra vez cabría preguntarle a ese sector si está dispuesto a ir a un restaurante donde el mozo le ponga la mano en el bolsillo con semejante descaro.
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