Fallecido hace una semana, a los 85 años, el Premio Nobel caribeño de mirada cáustica dejó una obra de deslumbrante lucidez
MATANZAS, Cuba
La mirada constreñida y rugosa de V. S. Naipaul en cualquiera de sus fotos de madurez es la mirada del viejo insoportable al que uno tiene que robarle del patio –siendo Naipaul inglés como lo era– las manzanas o las fresas o lo que sea que se cultive en los valles de Salisbury, región agricultora y ganadera de Wiltshire, porque se trata del viejo que prefiere que las frutas se pudran antes que dárselas a alguien.
Su misantropía y crueldad proverbiales parecían fascinar, incluso asustar, no tanto ya por la misantropía y crueldad propiamente dichas, sino por su reconocimiento pleno de ambas. Naipaul no ocultaba su sadismo, lo reivindicaba y permitía luego su aparición en biografías autorizadas.
En el ensayo "Las tinieblas de Conrad", publicado originalmente en The New York Review of Books en el otoño de 1974, Naipaul dice que el interés por la obra de un autor lleva indefectiblemente al interés por su vida. No es verdad. Sin embargo, todo eso se vuelve la misma cosa –la vida, la obra, el escritor escindido entre su materia y lo que el escritor es– en El enigma de la llegada (1987), una novela que no viene de nadie y que permanece anclada en el corazón de las cosas, escrita "con la sensibilidad a flor de piel de mis nervios [los de Naipaul] de extranjero".
En su momento este hombre dijo que "realmente leemos para descubrir lo que ya sabíamos", lo cual explica no solo por qué Naipaul creía que no le debía nada a nadie, sino presumiblemente también la manera en que él aspiraba a ser leído. Hay un riesgo en esta apuesta que él detecta: "Cuando el arte imita a la vida y, a su vez, ésta imita al arte, la originalidad de un escritor puede muchas veces pasar desapercibida".
La originalidad que Naipaul guarda para sí reside básicamente en no ceder como novelista a la tentación de la experimentación formal, un desafío impuesto por la tradición que elude las "verdaderas dificultades" de la escritura; dirigir la novela a la función interpretativa del artefacto que examina y medita sobre la realidad, que es siempre nueva; y dinamitar lo que se reconoce como estilo, como palabras, ese muro que separa u obstruye la relación directa que deberían tener los dos elementos fundamentales de la literatura. A saber: el lector y la verdad.
Dentro de este sistema, su sistema, Naipaul sí reconoce influencias. Reconoce la influencia decisiva de Conrad cuando dice que se trata de un escritor que, cincuenta o sesenta años antes que él, meditó sobre su mundo, un mundo que Naipaul reconoce.
También solía mencionar a Proust porque supo distinguir y fijar la relación entre el escritor y el individuo social. Este dilema es fundamental en Naipaul, y él lo expresa tantas veces, y de modo tan sencillo todas esas veces, que su claridad francamente no me permite comprender del todo qué cosa es lo que Naipaul concluye respecto del asunto, de qué lado decide pararse, si por fin el escritor y el sujeto son una misma persona o no lo son.
Puede que solo se esté refiriendo a que esa cuestión hay que tenerla muy en cuenta, o que si bien, evidentemente, el escritor y el sujeto son personas distintas, en algún momento el escritor tiene que hacer lo posible por encontrar un tema en ese quiebre, soldar en el cuerpo de la obra esa ruptura, no ensancharla o renegar de ella.
En El enigma de la llegada se lee: "Hombre y escritor eran la misma persona; pero en eso radica el mayor descubrimiento de un escritor. Me llevó tiempo, ¡y mucho escribir!, llegar a esa síntesis". La novela, modélica, in medias res, realmente comienza en esta confesión, perteneciente al segundo capítulo del libro, denominado "El viaje".
Naipaul vuela a comienzos de la década del 50 de Trinidad y Tobago a Oxford para licenciarse en arte y hace una escala en Nueva York en la que su mirada de aspirante a escritor rechaza y suprime de su diario, redactado con lápiz de punta roma, al "taxista locuaz" que le cobra demasiado y al "negro de habla típica" que espera una propina y Naipaul no puede dársela; es decir, no puede representar por una noche el pequeño papel asignado para él en el teatro neoyorkino.
"Escribí en mi diario sobre las grandes cosas –dice más adelante–, sobre las cosas que convenían a un escritor. Pero el escritor del diario estaba acabando el día como un campesino, como un hombre retornando a sus orígenes, que comía furtivamente en una habitación y después no sabía dónde esconder los malolientes restos de la comida". La honestidad, que no la literalidad, como una estética más potente que la retórica.
En el primer capítulo del libro, "El jardín de Jack", hay una descripción de unas vacas deformes que es la típica demostración de músculo y de pulso del escritor moderno y maduro: ingeniosa, imaginativa, sorprendente, nueva a su modo. Subrayé el pasaje inmediatamente, en automático, pero Naipaul no está buscando ese lector tipo, ni va a darle al lector más momentos así. Es casi como una muestra de lo que él no está dispuesto a hacer. Luego vienen su sencillez rampante y su claridad y lucidez sostenidas, como extranjero que era de todas las cosas.
Fiel a la premisa de que "realmente leemos para descubrir lo que ya sabíamos", pero añadiendo que de no leerlo no lo habríamos sabido (si bien es cierto que no se descubre nada que uno no supiera desde antes, tampoco habríamos sabido que sabíamos si no lo hubiéramos descubierto), El enigma de la llegada confirma que "las fiebres dan una sensación de hogar y protección"; que gran parte de la educación en lugares pobres y anónimos se produce de modo abstracto, es "una prueba de memoria: como una persona que, al negársele la oportunidad de visitar ciudades famosas, se aprende los mapas de sus calles"; que el peregrino es siempre un intruso en la memoria del otro; y más detalles relacionados con esa unión civil entre juventud y sufrimiento –el dolor temprano, el hallazgo antes de tiempo de la finitud del hombre– que no tiene demasiado sentido explicitar.
El enigma de la llegada incluso me habla, aunque de modo más indirecto, sobre la pertinencia del silencio, de callarse, pero el silencio como un estado que solo se puede alcanzar después de haber dicho algo. El silencio, previo a lo dicho, es quizá la prueba de coraje más extrema que haya, pero quizá, también, de vacío, de que simplemente no hay nada detrás.
En marzo último visité Puerto España, capital de Trinidad, donde creció Naipaul. Pensaba encontrar –sin demasiado esfuerzo, es cierto, pero sí expresado como un pensamiento rotundo– alguna huella del escritor, determinado rasgo más o menos visible o sugerido sobre el autor bastardo del Caribe, cuyo carácter prepotente a mí me parece profundamente anticolonial. Era un poco como buscar a un autor donde un autor no quiere ser encontrado.
No lo hallé, en efecto, pero si me hago cargo de las calles malolientes y abigarradas de Trinidad que atravesé, el puesto administrado por venezolanos en el que comí un hotdog y me tomé una gaseosa de uva, la iglesia en la que entré una tarde sin interés por nadie ni por Dios, el montón de basura al lado de las carpas de comida rápida y los olores terribles de la humedad y la descomposición, la fachada ordinaria del supermercado Yee’s Family, número 96 de Charlotte Street, si me hago cargo de todas esas cosas tal como son, digo, a través de la mirada directa, entonces la cara de pocos amigos de V.S. Naipaul ya va a empezar a delinearse, el rostro implacable del maestro brahmán.
El autor es periodista y escritor nacido en Matanzas, Cuba, en 1989. Autor de La tribu. Retratos de Cuba (crónicas) y director de la revista El Estornudo
Carlos Manuel Alvarez