Niebla de tiempo
Sigo intentando comprender los efectos que un aislamiento como el que estamos experimentando desde el 20 de marzo (al menos una parte de la población) tiene sobre nuestra psiquis. Ayer, por ejemplo, fue el cumpleaños de mi mujer. Por supuesto, me olvidé. Solo al ver la fecha en el teléfono caí en la cuenta, y, algo abrumado, fui a saludarla. Porque nunca, en muchos años, había ocurrido algo así. Ni una sola vez.
No, tampoco las fechas –las significativas y todas las demás– son fenómenos desconectados. En condiciones normales, un cumpleaños viene precedido por la elección de un regalo, cae en cierto día (y ayer no tenía ni la menor idea de si era lunes, sábado o jueves), organizamos una celebración, y ese tipo de cosas. En el aislamiento, los días se diluyen. Sé que hoy es martes porque ayer escribí este texto. Pero también sé que trabajé todo este último fin de semana, como si ahora fuera viernes, viernes y viernes.
Mañana, mi madre cumpliría 86 años. Lo recuerdo cada año, cada 10 de junio, porque ese día se entrelaza con el olor otoñal de la hojarasca húmeda, la expresión de su rostro cuando supo que su hijo se iba a una guerra y sus convicciones de acero. Ahora, en cambio, nos encontramos perdidos en una alienante niebla de tiempo.