No fuimos Venezuela, fuimos la Argentina
En las contiendas electorales infundir miedo puede ser más efectivo que suscitar entusiasmo o esperanza. Este fue uno de los recursos de Cambiemos en la campaña presidencial de 2015, cuando solicitó el voto blandiendo una amenaza sombría: podemos terminar como Venezuela. La imagen de un país devastado por el populismo se asimilaba a una catástrofe solo evitable eligiendo un partido nuevo, serio y responsable que retomaría el camino del progreso racional. El sociólogo Gabriel Vommaro corrobora en su libro La larga marcha de Cambiemos este hecho, al afirmar que el temor a la "chavización" fue uno de los mecanismos emocionales para reforzar la adhesión al novedoso proyecto, que sus adeptos vivieron como un compromiso cívico excepcional. "De manera paradójica -sostiene Vommaro-, un partido que se construía desde una estética festiva encontraba en el miedo un poderoso motor para la acción proselitista".
Tres años después, ante una nueva crisis de indisimulable dureza, tal vez convenga revisar esa idea. E indagar en dónde reside verdaderamente el miedo. Para hacerlo es preciso detenerse en un rasgo: la circunstancia que atraviesa el país tiene para muchos compatriotas de cierta edad el carácter del déjà vu. Este término alcanzó fama por describir un estado psicológico característico: la sensación de que lo nuevo posee la reminiscencia de lo ya experimentado. En este caso, la misma terminología que describe la coyuntura confirma esa vivencia. Está plagada de términos trillados, pertenecientes a escenas pretéritas: dólar, inflación, recesión, corrida, devaluación, incertidumbre, desconfianza. Y los sentimientos y temores de los individuos y las familias también inducen prácticas anteriores: apurarse a comprar dólares, achicar el presupuesto, angustiarse por la posibilidad o la realidad de perder el trabajo, endeudarse, volverse pobre.
¿Qué tienen que ver Chávez o Maduro con esos fantasmas del pasado que regresan como una pesadilla ya sufrida, cuya reiteración parece inexorable? La verdad es que muy poco, porque esta desgracia no es extranjera, nos pertenece hasta la médula como otros rasgos elementales que definen la argentinidad. El miedo vuelve semejando un bumerán, bajo el signo de la compulsión repetitiva que enseñó el psicoanálisis. No fuimos Venezuela, lamentablemente fuimos otra vez la Argentina. Por eso, no debemos temer a Chávez sino a esto: una sociedad incapaz de resolver sus déficits estructurales y diseñar un proyecto de vida en común. Aquellas insuficiencias que la llevan cada 10 o 12 años a tropezar con la misma piedra, condenando a su gente a la pobreza y la decadencia. Ese volver a ser "la Argentina" condensa el lado sombrío de esta república, cuyas elites se niegan a iluminar: desacuerdo para establecer políticas públicas perdurables, indefinición del perfil productivo, debilidad institucional, desigualdad social, deficiente administración de justicia, falta de inversión en educación y salud, impunidad ante la corrupción y los abusos del poder.
A los que afirman, sin embargo, que el problema es la cultura media de los argentinos, habría que recordarles una antigua frase, incisiva y realista: las naciones como los pescados se pudren por la cabeza. A propósito, la actual crisis posee una novedad, más allá del déjà vu: el descubrimiento de enormes casos de corrupción que involucran a las altas esferas, en el plano público y privado. Es la inmoralidad mayor de la que hablaba Charles Wright Mills: la de los poderosos que estafan y degradan al pueblo, valiéndose de su posición dominante. Esa complicidad del poder, a no engañarse, está más allá de la disputa entre populistas y republicanos o entre peronistas y antiperonistas, porque casi todos están involucrados, a partir de un hecho estructural: poseen supremacía e impunidad, provengan de las empresas, los sindicatos, la política, el periodismo o el mundo del espectáculo. La lectura escalofriante de La raíz (de todos los males), el último libro de Hugo Alconada Mon, arroja este veredicto inapelable, que torna banal que los de arriba se rasguen las vestiduras o intenten tirar la primera piedra. Se llamen Macri o Kirchner.
¿Podremos dejar de ser la Argentina, en el sentido utilizado aquí? ¿Existen incentivos para que las elites se purguen y alcancen acuerdos que impidan las crisis periódicas? Respecto de la corrupción es crucial la acción de la Justicia, una institución que está desprestigiada. No se pueden depositar en ella grandes esperanzas, pero tampoco descartar someras expectativas. Fue permeable a la presión social y mediática, desatando megacausas que salpican a todos y adquieren una dinámica difícil de controlar.
Por último, resta saber si existe voluntad para alcanzar acuerdos políticos. Es la dificultad más ardua de horadar en este país, donde cada sector cree tener capacidad suficiente para arreglárselas solo. Tal vez la enormidad de la corrupción y la severidad del ajuste, que podrían precipitar un nuevo y letal "que se vayan todos", los haga al fin reflexionar.