No sabíamos que lo sabíamos
Hay cosas que sabemos. El nombre con el que todo el mundo nos llama. Cómo andar en bicicleta. De qué color estaban pintadas las paredes de la sala de la casa a la que nuestra familia se mudó cuando éramos pequeños, un siena insolente que hirió nuestra sensibilidad y que medio siglo después recordamos como si todavía lo tuviéramos delante.
Hay cosas que creemos que sabemos, pero no, ni por asomo; se trata, estoy convencido, de la peor forma de ignorancia. Están también las cosas que sabemos que no sabemos; no es mala idea reconocer esta lagunas, aun cuando –cierto que esto es cada vez más raro– tal admisión nos cause cierto rubor.
Pero escondidas en una cajita de madera dura y probablemente muy antigua en un armario dentro de otro armario en nuestra memoria están las cosas que sabemos, pero que no sabemos que sabemos. Lo descubrí el otro día en un sitio que tiene la ambición preciosa de dar a conocer cómo suenan los bosques del planeta. Nuestro planeta. Se llama Sounds of Forest, lo publicamos este fin de semana en el diario, y me dejó pensando. ¿Cuántos otros saberes alberga nuestra consciencia sin que nunca nos hayamos dado cuenta de que están ahí? Alguien debe saber qué son esas aves en Narok, Kenia, que suenan como mirlos (pero que no deberían ser mirlos), o esas otras que parecen estar tomándonos el pelo, en Gloversville, Estados Unidos (y no, no están tomándonos el pelo).
Tras enterarme del proyecto, me puse a prestar atención, y ahí estaba, la música del lugar donde vivo: los teros alarmistas; los horneros escandalosos; las sutiles golondrinas, a las que en estos días dejamos de ver; las torcazas melancólicas, y los chimangos altos, cuyo alarido causaría terror, si no fuera un poquito sobreactuado. Nunca me lo había planteado: si alguien me dejara en El Bolsón o en Lago Escondido, en Río Negro (ambos están en el sitio), no sabría adivinar dónde me encuentro. Pero reconocería cómo suena mi jardín con los ojos cerrados.
¿Alguna vez se pusieron a pensaron en el perfume de sus casas? Por goteo, un día por día, una hora por hora, incorporamos la forma en que huele el hogar, hasta que, de tan conocida, dejamos de percibirla. Así funciona el cerebro, y está bien; nada puede ser nuevo para siempre. Pero basta ausentarse una semana para que esa combinación única nos sorprenda otra vez. El perfume de nuestra existencia. Si lo pienso un poco, me vienen a la mente la nuez moscada y el clavo, los libros, los romeros y el tomillo, el sándalo y el olor de los gatos, que no huelen a nada o huelen a almohadón. Pero hay que desarmar las valijas, y en unos minutos ese perfume se fue. Solo entonces hemos vuelto a casa.
¿Qué más sabemos y no sabemos que sabemos? De pequeños, sin maestro ni tutor, nos entrenamos en esto de ver en un espacio tridimensional. Nos hemos pasado nueve meses en la pura sombra y el cerebro necesita aprender a percibir esa novedad llamada mundo. Entonces arrojamos cosas, miramos todo con ojos recién estrenados y exclamamos ruidosamente nuestra admiración, antes incluso de poder hablar. Los adultos piensan que importunamos. ¡Pero, caramba, estamos aprendiendo a ver! Hoy sabemos también caminar (¿quién se detiene a pensar en eso?) y hablamos nuestro idioma con una destreza inexplicable.
Algunos de estos conocimientos inconscientes tienen cierta obvia aplicación práctica. Otros, no. Lo interesante es que no sabemos que sabemos. Así que no es como imaginábamos en nuestra adolescencia, cuando todo era un enorme interrogante. No, al final la experiencia no conduce a más certezas. Es exactamente al revés. Con los años descubrimos que el sentido que buscábamos está más bien en alejarnos de la pretensión de conocernos a nosotros mismos, y que vivir es convertirnos poco a poco en un misterio.