Nuestra moneda
Puesto que ninguna otra especie tiene nuestra capacidad lingüística –tan extraordinaria que con un pequeño conjunto de sonidos podemos expresar un número ilimitado de significados y, a la vez, construir sistemas simbólicos abstractos como la matemática y la lógica–, no es raro que una parte substancial de nuestra percepción del mundo se origine en el discurso. Pues bien, la Argentina tiene discursos delirantes.
Decimos que el dólar sube. No es culpa del periodismo, que no tiene más remedio que expresarse de la forma más comprensible que se pueda; háganse el favor de no matar al mensajero. Pero no sube el dólar; el problema no es ajeno. Es local: se deprecia nuestra moneda. La percepción cambia. Es importante.
Porque para resolver un problema primero hay que reconocerlo. No sube el dólar, sino que el peso argentino vale cada día menos. Además, si en lugar de hablar del dólar nos refiriéramos al peso, habría una luz de esperanza. Explicaciones económicas aparte, al menos existiría en el discurso algo así como nuestra moneda. Preocupa mucho su valor –su escaso valor, en este caso–, pero sobre todo importa si decidimos que todavía vale la pena, como mínimo, mencionarla. O si ya la hemos matado. Simbólicamente, se entiende.