Nuestro día después
SAN PABLO
Son las veinte en San Pablo, desde mi piso 17 escucho los aplausos para el personal de la salud que provienen de los edificios aledaños. Sin embargo, hay uno que parece más cercano. Con mi hijo Tobías, de siete meses, en brazos, camino del living a mi cuarto para ver de dónde viene el ruido. Mi esposa Guillermina, médica recibida en la UBA, que trabaja en un hospital todos los días en medio de la expansión del virus, aplaude erguida junto a la ventana. Conociéndola, está aplaudiendo a los demás, no a ella misma. Tomo las manitos de Tobías, empiezo a aplaudir con ellas y le digo: "Aplaudamos a mamá que cura a las personas". El aplauso de su hijo la desarma. Se deshace en llanto.
Son tiempos locos. Mi mujer llora desconsolada mientras el presidente de este país dice que esto es una "gripecita" y que el mundo exagera.
Muchos están angustiados e intolerantes por la incertidumbre. El virus hace emerger miedos inconscientes. En la quietud analógica, nuestros psiquismos digitales se ponen irritables. Galgos enjaulados.
Algunos que viven solos vieron potenciada su soledad. "Quiero un abrazo y no lo puedo tener", me dijo el otro día una mujer de unos cincuenta años que vive sola. No ver a nadie por semanas es una prueba dura.
Son días de mucho silencio. Diversos pájaros regresan a las calles con la disminución del tránsito. Nos gusta que vuelvan a cantar como nos gustan los peces en Venecia. El asunto es que regresan porque nosotros nos fuimos: mensajes de la naturaleza que nos aguardan en la bandeja de entrada el día después, el del fin del confinamiento. Es posible que los borremos sin siquiera leerlos.
Quienes se lamentaban por no tener tiempo para sus hijos ahora se agotan con el aturdimiento de la convivencia incesante (hasta la melodía más bella precisa de pausas).
La proximidad familiar añorada vuelve para algunos como un boomerang de hastío. Es irónico, nuestra avidez por estar tranquilos ya estaba concretada en la normalidad del estar afuera, circulando. Entretanto, se dan procesos diversos: algunos precisan socializar, otros revalorizamos con intensidad las escuelas.
Ingresamos en una temporalidad mucho menos instantánea y fragmentada que aquella a la que estábamos acostumbrados. Somos adictos al multitasking metidos en una película francesa. Todo pasa lento.
Explota el uso de plataformas virtuales educativas y las fake news nos invaden. Los grupos de WhatsApp nos llenan de videos humorísticos sobre la cuarentena (y reír nos salva). Hay reuniones familiares por camarita y amigos que no se vieron por meses ahora se hacen el hueco.
Como al estar enamorados, el tiempo cuando hay ganas se genera. Pero nos subimos a una ola frenética y a una pose pedante: "Estoy a mil". A mil no hay tiempo para registrar que algunas personas oxigenan nuestra vida. Enloquecidos, hemos hecho del andar ocupados un valor: es elegante. A veces, querido lector, somos más adolescentes de lo que creemos. Haciéndole cosquillas al principio de no contradicción aristotélico, algunos hacen un vivo de media hora en Instagram para decirnos que nos desconectemos del celular.
"Lo único que me mantiene sana son las redes", me dice una mujer de unos cuarenta años. Como en el final de El secreto de sus ojos con aquel "por favor, dígale que aunque sea me hable", la palabra y el contacto nos dan sentido y nos mantienen vivos.
Somos con otros, lo sabíamos, pero ahora lo estamos saboreando de otro modo. Son dos significados distintos del verbo saber: conocer y saborear. A todos nos sabe algo en la boca, incluso lo intragable: incertidumbre, angustia, sufrimiento, ocio, familia, duda, soledad, abuelos.
La vida, esa boxeadora implacable que nos educa sin preguntarnos si tenemos ganas de aprender, nos asestó el peor golpe bajo: nos separó y puso en peligro a los que amamos.
Mateo, mi hijo de cuatro años, que ve todos los días a su mamá yendo al hospital, se levanta ilusionado y gatilla sonriendo: "Papá, ¿ya se fue el coronavirus?". Cierro los ojos, la daga entró en ese centímetro de corazón sin coraza. "Todavía no, hijito".
Aunque abundan sabios de turno, no hay recetas para pasar el trago del confinamiento que se nos impone. Digo confinamiento porque no es aislamiento social. A diferencia de lo que el sentido común nos susurra, sentirnos aislados es una decisión interna mucho más que un hecho objetivo. Podemos elegir esa autopercepción condescendiente o podemos tomar este ensayo social como un experimento individual de crecimiento: es la primera vez que estamos obligados a vivir así, vamos a hacer algo bueno con esto.
Por eso, no estamos encerrados, estamos guardados porque resguardamos la vida. Estamos cuidando que el viento de este virus atroz no apague el fuego bendito de nuestras velas sagradas. Preguntémonos, ¿qué le vamos a sacar nosotros a este viento? Robar moralejas vitales a las situaciones difíciles es un gran indicador de la madurez de una persona. Esa resiliencia para pensar lo bello dentro de lo angustiante, esas flores esperanzadas que brotan en medio del dolor de nuestro asfalto.
¿Es vida esta pausa de la vida o es solo pausa insoportable? ¿Esta porción extraña nos ayudará acaso a vivir mejor el todo de nuestra historia? ¿Qué haremos el día después? ¿Seremos los mismos? ¿Habremos aprendido algo? ¿No sería absurdo que haya sido en vano?
Golpean a la puerta. Pregunto quién es: "Daniel, el vecino del quinto piso". Nuestros hijos juegan muchas veces juntos. Abro la puerta y del picaporte cuelga una bolsa. A tres metros de distancia, Daniel me dice: "Es una torta que hicimos. Ojalá les guste, ¡abrazo!". Y se sube al ascensor.
Debemos tener mucho cuidado, este virus malvado que se lleva gente y no nos deja tocarnos también está generando muchas caricias de ternura. Y los gestos son una trampa letal si los hospedamos: nos pueden cambiar la vida.
Filósofo, doctor en ciencias sociales y coach ejecutivo