¿Oíste esto?
Cuando éramos adolescentes, había dos formas de conocer nuevas bandas. Una era la persona en la disquería, que en general estaba más que dispuesta a compartir este conocimiento tan esquivo. La otra era el boca en boca. Desde Pink Floyd, que fue mi puerta de entrada al rock, hasta Mike Oldfield, uno de cuyos discos atesoro (Ommadawn), los nuevos nombres te llegaban por tus amigos, con cuentagotas, mediante una transferencia desordenada y aluvial donde la casualidad y el error jugaban un papel tan importante como la generosidad del saber, que es posiblemente la mayor de todas.
Las plataformas de streaming tienen, en su contradictorio menú de virtudes geniales y defectos detestables, una ventaja de la que se habla poco y quizá, por eso, se la usa poco. No lo sé, así que curémonos en salud.
Si en Spotify o Tidal, por citar dos, buscan un músico que les gusta (desde Blackfield hasta Barenboim, no importa), aparecerán otros artistas que los suscriptores siguen. Esto no es nuevo –viene, al menos, de la época en que nació Amazon–, pero con la música es una bendición. Solo una observación: la cantidad de artistas que uno puede descubrir en cuestión de días es tanta que abruma. Pero lo que abunda no daña, dicen.