Opciones cruciales para evitar el descontrol
A través de sus dirigentes políticos, empresarios y sindicales -o a pesar de ellos-, la sociedad argentina se encamina en las próximas semanas a optar por uno de dos caminos tremendamente difíciles y costosos. O decide sostener lo que queda de la convertibilidad, mediante un nuevo e inédito ajuste fiscal de alto costo político y económico para seguir manteniendo la paridad del peso 1 a 1 con el dólar (al menos, en las restringidas operaciones "en blanco" que hoy permite el semicongelamiento bancario); o bien se atiene a las peligrosas consecuencias que significarían alterar, después de una década, las reglas de juego cambiarias y monetarias que le permitieron alcanzar una estabilidad de precios sin precedente, al igual que persistentes niveles récord de desocupación.
Esa opción no se ejercerá a través de un plebiscito, ni tampoco mediante un debate civilizado y ordenado, como hubiera sido deseable tiempo atrás. Todo lo contrario. El escenario de esas decisiones (se producirán por acción o por omisión) incluye el fantasma de una bancarrota estatal similar a la de 1989 y el riesgo cierto de una cesación de pagos externos, que obligaría a remontarse 20 años para encontrar un antecedente parecido. Y, como dato esencial, un marco político tan fragmentado como no se recuerda en más de 25 años, con una atomización del poder que coloca al Gobierno frente a la debilidad que significa correr detrás de los acontecimientos ante una crisis que se acelera y a la oposición peronista sin liderazgos definidos ni planes consistentes para proponer una alternativa.
Sin un acuerdo político concreto, como el que ahora plantea el Gobierno en forma casi desesperada, será difícil evitar que cualquiera de las opciones en danza no corra el riesgo de desembocar en una situación de descontrol de las variables económicas y su correlato de mayores conflictos sociales.
El problema es que instrumentar un acuerdo de disciplina fiscal y reforma del Estado, con una dirigencia política que parece ignorar la gravedad de la crisis, resulta sumamente complejo; sobre todo ahora, cuando hay que hacerlo en una carrera contra reloj.
Exito licuado
Porque una característica de este tipo de crisis es que los tiempos se aceleran dramáticamente. Lo comprobó el Gobierno, cuando la desconfianza agudizó la corrida de depósitos y debió apelar al inevitable pero irritativo racionamiento de efectivo y control de cambios para poner un freno a la desbocada sangría de capitales y de reservas. También cuando el FMI le dio la espalda, en el momento en que más lo necesitaba. La conmoción que provocaron estas decisiones licuó en horas el éxito que, bajo otras circunstancias, hubiera significado el forzado canje interno de títulos de la deuda.
Este tobogán de las expectativas acortó los tiempos para la otra movida clave: cómo completar la fase II del canje sin entrar antes en default por ausencia de recursos suficientes, ni apelar a las reservas del BCRA, con lo cual se debilitaría la convertibilidad.
En este marco, la gestión que está desarrollando en Washington el ministro Cavallo ante el FMI resulta crucial, sobre todo cuando esta semana se producen importantes vencimientos de Letras de Tesorería (Letes) que no entraron en el canje. En otras palabras, que la Argentina caiga o no en default depende más que nunca del Fondo. No sólo ahora, sino también en 2002, porque aun en la hipótesis de un canje de deuda absolutamente exitoso se necesitaría igualmente refinanciar vencimientos de capital (que hasta hace dos años, cuando había crédito, se renovaban automáticamente) entre 12.000 y 14.000 millones de dólares, y la única fuente disponible serían los créditos del organismo.
Por eso, y como la necesidad tiene cara de hereje, hasta los más recalcitrantes críticos del FMI salieron la semana pasada a reclamar el desembolso pendiente de 1260 millones de dólares.
Pero el Fondo ya no cree en las promesas argentinas, sistemáticamente incumplidas (déficit cero, nuevo régimen de coparticipación de impuestos, reforma previsional, etc). Ni su staff técnico está convencido de que sirva seguir prestándole al país para sostener un régimen cambiario como la convertibilidad, en cuyo sostenimiento los propios argentinos desconfían retirando capitales y que en los últimos tres años tampoco ha demostrado servir para retomar el crecimiento económico ni bajar el desempleo.
De manera que, si viene ayuda financiera, no será por convencimiento técnico sino por decisiones políticas, ya sea en el plano interno (si el Gobierno y el PJ acuerdan en el Congreso un presupuesto 2002 equilibrado y con consenso para ser cumplido) y en el externo, si ello persuade al gobierno de los Estados Unidos y de los otros países del G-7 (controlantes del FMI) de que la Argentina puede merecer su enésima oportunidad.
Empezar desde cero
Sin embargo, una cosa es hablar del déficit cero y otra llevarlo a la práctica. Para dar una idea de magnitudes, el mismo Gobierno que en marzo de este año no dejó seguir adelante al ex ministro López Murphy para no convalidar su ajuste fiscal de 2000 millones de pesos ahora tendría que reducir el presupuesto del año entrante en 7600 millones en comparación con el de este año y con una recaudación impositiva en caída libre. Aun con viento a favor (canje externo de deuda, recorte del 13% en sueldos y jubilaciones y cumpliendo el último acuerdo con las provincias) haría falta un ajuste adicional de 3800 a 4500 millones de pesos para mantener el equilibrio. Con la estructura actual del gasto de la Nación (o sea sin eliminar organismos, ñoquis, subsidios) serían necesarias medidas "heroicas" tales como eliminar el Fondo de Incentivo Docente, el aguinaldo del sector público, modificar el sistema de asignaciones familiares, recortar el presupuesto de la Anses y revisar los convenios laborales del sector público, para aproximarse al déficit cero. En las provincias tampoco el panorama es demasiado alentador. Sólo en Buenos Aires el ajuste debería oscilar entre 1500 y 2000 millones. Por eso tal vez sería más aconsejable empezar un presupuesto desde cero para analizar en qué se gasta y no persistir en recortes horizontales manteniendo las fuentes de gasto público. Para eso haría falta un inédito consenso, que nadie parece en condiciones de liderar.
Pero la alternativa, o sea salir de la convertibilidad sin disciplina fiscal y sin un acuerdo político que regenere la confianza de consumidores, inversores y ahorristas, puede ser aún más dramática. Esta semana, la Argentina se asomó al pánico de no saber qué viene después, en medio de los innumerables problemas que causa el racionamiento de fondos y con el Congreso aprobando decisiones demagógicas a contramano de lo que se necesita para lograr aquel objetivo. También comprobó, en medio de la velocidad de la crisis, cómo caen ciertos mitos y se generan daños difíciles de reparar. Entre ellos, que una dolarización a secas ya no resolvería ningún problema; que las urgencias del Estado volvieron a jaquear seriamente al sistema de jubilación privada, y que la extranjerización del sistema bancario no asegura tranquilidad, con entidades que no pueden o no quieren repatriar fondos para devolver a sus clientes los depósitos capturados por el Estado.