Otro revés a la credibilidad del país
La dramática semana económica se ha cerrado con una corrida excepcionalmente fuerte sobre los depósitos bancarios, reflejo de los hondos temores de todo tipo que sobrevuelan en torno de la evolución inmediata de los hechos no sólo económicos sino también políticos e institucionales.
Con la importante salida de fondos producida el viernes, el sistema lleva perdido un 20% del máximo caudal de recursos que había llegado a acumular al concluir el primer bimestre del año, una proporción que explica por sí misma la magnitud de las tensiones que se advierten en el mercado y las aprensiones colectivas que no hacen más que potenciar la tendencia, haciendo estéril cualquier signo positivo como, por ejemplo, el notable éxito alcanzado por la operación de canje de títulos de la deuda pública, que debería ser un dato optimista.
En estas condiciones, cuando los hechos se guían por el escepticismo de la gente y las expectativas son más bien la causa que la consecuencia de los hechos, parece necesario buscar la respuesta adecuada a varios interrogantes.
El primero es qué confianza se puede esperar de inversores y acreedores externos del país cuando los mismos residentes muestran con tal claridad los síntomas de una incredulidad creciente que parece conducir a todo el sistema a su propio derrumbe. Es cierto que el conjunto de los bancos fue dotado con instrumentos prudenciales y reservas consistentes de liquidez, pero si la avalancha supera un cierto grado no hay dique que no ceda ni precaución que pueda contenerla: en algún momento, los refuerzos y los mecanismos de protección terminan por agotarse. Los acreedores externos podrán adherir, como los locales -más por necesidad que por convicción- al proyecto de refinanciación de la Argentina, pero sería utópico, por ahora, esperar mucho más que eso del exterior.
Una segunda cuestión se refiere al origen sustancial de tan deletérea desconfianza. Sin duda, la carencia de un encuadre institucional, político y normativo estable, en el que la gente y las empresas, los ahorristas y los acreedores, puedan depositar una confianza razonable, tiene un peso enorme.
Esta semana hasta la estabilidad institucional de la república quedó en duda con la designación de un senador de la oposición como virtual vicepresidente de la Nación. En otras circunstancias este hecho pudo ser tomado como indicio de convivencia democrática, de independencia de los poderes del Estado y aun como símbolo de saludable cooperación entre fuerzas de distinto signo. Pero en vista de la turbidez del escenario político, con los principales partidos atravesados por anchas grietas y divisiones, fue percibido, más bien, como un factor de potencial inestabilidad institucional.
En lo estrictamente económico, todo parece sujeto a discusión, revisión y cambio; desde los criterios rectores hasta las cuestiones instrumentales y coyunturales todo aparece como pasible de una reforma abrupta, y no siempre por vía de una racional discusión que procure soluciones generales y estables, sino bajo el impulso de consignas políticas o sectoriales que suelen proveer remedios parciales y de corto plazo.
La convertibilidad, el tipo de cambio, el déficit cero, la inserción de la Argentina en el mundo, la relación con las economías vecinas, la legislación impositiva y aduanera, el sistema bancario, el papel y la dimensión del Estado, las políticas de protección social, la legislación laboral, el federalismo, todo, en fin, se discute. Y no está mal la discusión, ciertamente, puesto que en cada uno de estos temas -y en muchos más- se perciben fallas fundamentales, de concepción o funcionales. Pero lo que falta es un debate ordenado, orgánico, generador de consensos amplios, que permita elaborar políticas armónicas de largo aliento con prescindencia de las irritantes presiones partidistas y los muchas veces antagónicos intereses locales o sectoriales, que promueven decisiones erráticas, contradictorias y determinan un clima de inestabilidad jurídica particularmente dañino.
Por enésima vez
Tal vez haya sido éste el criterio que guió la convocatoria del presidente De la Rúa a una concertación amplia con temario abierto, pero esto que es un enésimo llamado con el mismo objetivo a lo largo de varias décadas y distintos gobiernos está otra vez al borde del fracaso: a partir de una entusiasta adhesión inicial, los distintos grupos no han conseguido concordar, hasta ahora, ni siquiera sobre la lista de invitados a la mesa de discusiones.
Entretanto, fluyen continuamente nuevas propuestas que sólo contribuyen a generar más desazón y a enervar los menguados optimismos remanentes, como el proyecto de establecer un gravamen con nombres y apellidos para un núcleo predeterminado de contribuyentes mediante el aumento del impuesto a las ganancias; o la iniciativa de gravar las rentas de los plazos fijos que, al margen de cualquier otra consideración, resulta por lo menos inoportuna en medio del sostenido éxodo de depósitos; o la decisión de los senadores salientes de eliminar el recorte del 13% en los sueldos del personal legislativo; o la propuesta de suspender por 180 días todo trámite relacionado con quebrantos comerciales o ejecución de prendas e hipotecas; o la convalidación del privilegio que se arrogan los legisladores de distribuir a su arbitrio pensiones graciables; o las reclamaciones que procuran reinstalar mecanismos proteccionistas en la economía...
Hay una tercera pregunta que es obvia: qué ocurrirá a partir de mañana, cuando se reanude la actividad semanal. El anuncio, en la medianoche del viernes, de restricciones a la disponibilidad de los depósitos bancarios como una forma de contener la demanda de fondos líquidos del público puede tal vez evitar ahora el colapso del sistema financiero, pero desvanecerá incuestionablemente las posibilidades de recuperación de la demanda interna y reactivación de la actividad productiva, postergando cualquier expectativa de una salida de la recesión a corto plazo.
Generar certezas
Por una parte perturbará, en efecto, el flujo de los pagos vinculados con multitud de transacciones que difícilmente se encaucen por los mecanismos electrónicos o que, por lo menos, demandarán un tiempo de adaptación considerable, seguramente superior a los 90 días: no toda la vida económica discurre por los supermercados. Pero lo más dañino es la sensación que se cierne sobre la sociedad, de que otra vez, como en 1985 y en 1990, a la gente le han metido la mano en el bolsillo. Porque sólo una interpretación extremadamente caprichosa podría encontrar una coincidencia entre estas restricciones y la promesa gubernamental, convertida en ley, que asegura la intangibilidad de los depósitos.
"Sí -se lamentaba el viernes un ahorrista con dificultades para obtener su dinero-. Intangibles hasta para el titular de las cuentas."
Y estas cosas -ni hace falta decirlo- en nada favorecen la credibilidad del país, que necesita un rumbo definido y un clima de confianza que quizá no sea fácil reconstruir, pero que es la única alternativa al caos. No pagar la deuda pública (o, mejor dicho, a esta altura, no refinanciarla ordenadamente), inhibir el acceso de la gente a sus cuentas bancarias, manipular los impuestos, jugar a la ruleta del tipo de cambio, sostener los desequilibrios en las cuentas fiscales, puede tener un costo que multiplicaría el ya altísimo costo de la recesión actual.