Padres, hijos y un enigma llamado amor
En Âme brisée, libro de Akira Mizubayashi que recibió el Premio de los libreros 2020 en Francia, un violín roto es el gran motor de la historia. Rei, el protagonista, asiste, a los once años y en Tokio, a una brutal escena de violencia que lo convertirá en huérfano, le impondrá al exilio y le dejará como único legado el violín destrozado de su padre. La novela es el relato de una reparación: Rei crece, se convierte en luthier y dedica su vida a la minuciosa tarea de restaurar ese instrumento, una pieza antigua realizada por Nicolas François Villaume a mediados del siglo XIX. Sin proponérselo conscientemente, Rei pone en juego la restauración de su propia alma mientras encara la difícil recuperación del alma de ese violín hecho trizas.
Recordé esta novela el sábado, mientras miraba Ficción privada, película deAndrés Di Tella que Malba Cine liberó en streaming por un día. Y no es que en este film se aborden cuestiones ligadas ni con la violencia ni con la música clásica o la orfandad; simplemente, hay una escena en la que la actriz Denise Groesman lee una carta que Kamala, la madre de Andrés, le escribió a Torcuato, el padre. Allí la mujer recuerda la visita que ambos hicieron a un museo de instrumentos musicales antiguos, donde un violín del siglo XVIII, visiblemente averiado, les había suscitado una pregunta: ¿sería posible seguir tocándolo, insistir en los mismos movimientos, sin romperlo del todo?
El alma de los violines es una pequeña pieza de madera que se coloca a presión entre la tapa y el fondo; es pilar, soporte, decisiva conductora de vibraciones, artífice del tono, la calidad y sustancia del sonido que de allí saldrá. Kamala no hablaba de algo tan específico, pero sí se refería a una herida. Al peligro de insistir sobre lo que ya estaba dañado y terminar arrasándolo. Una advertencia, íntima, sutil, lacerante, que asomaba, de puño y letra, en la carta que le había escrito a su hombre.
Ficción privada es una película construida a partir de cartas. El epistolario entre un padre y una madre que el hijo, no sin las tribulaciones del pudor, decide revisar. Hay una pregunta, inevitable: ¿cómo se amaron aquellos que me dieron vida? ¿Qué fue de ese amor, del dolor, de lo que fueron quienes ya no están?
Torcuato y Kamala encarnaron una pareja singular. Él era argentino, ella, india; él tenía piel blanca, ella oscura. Se conocieron en los Estados Unidos en una época en la que el multiculturalismo no estaba precisamente de moda. Él huía de la empresa familiar; ella, del futuro que le esperaba siendo mujer en la India. Vivieron veinte años juntos, crearon una familia a caballo de viajes, múltiples mudanzas, estudios, búsquedas, encuentros, desencuentros. Andrés recuerda la conmoción, el vacío desgarrador del día en que murió su madre. También recuerda las veinte rosas con que su padre la honró: diez rosas blancas y diez rosas rojas, por las alegrías y las penas de la vida en común.
"Puedo creer que por un tiempo fueron felices", dice el realizador, que filma a su hija –la conmovedora la belleza de la nueva generación– leyendo en silencio esas cartas. Y lo filma a Edgardo Cozarinsky, leyéndolas también y maravillándose por la textura, el temblor, la modesta maravilla de esa tecnología en desuso, la vía epistolar.
"Los padres imaginan la vida de los hijos. Los hijos imaginan la vida de los padres. No sé quién inventa a quién", reflexiona Di Tella entre misivas, imágenes de los lugares donde vivieron o pasearon sus padres e imágenes de una Buenos Aires discretamente personal y contemporánea. Quizás el alma de esta película resida en su capacidad de tocar el misterio: eso que se resiste, el abismo inevitable que retratos, fotografías y textos intentan salvar sin jamás lograrlo. Conocer al otro –acceder al enigma de nuestros padres– será siempre una epopeya tan amorosa como imposible.