Paisaje después del kirchnerismo
En el catálogo de daños que deja el Gobierno -pobreza, corrupción, degradación de la palabra-, quizás el más grave sea el clientelismo que practicó con las clases medias subsidiadas mediante la emisión de moneda, en una espiral inflacionaria que perjudicó a los más pobres
El kirchnerismo está partiendo. No sólo del gobierno: está saliendo de la escena pública, en la que ocupó un sitio central durante mucho tiempo. Desde el 10 de diciembre ya no convocará nuestra atención, no nos distraerá como un ruido de fondo en el ambiente, no seguirá capturando nuestras miradas ni ocupará la parte principal de nuestra conversación política. Su partida no será sencilla: se oye el crujir de los papeles que, aquí y allá, están siendo destruidos en oficinas públicas, el arduo trabajo para borrar las huellas, la desesperada respiración de quien ya no tiene tiempo para designar más funcionarios en el Estado, disimular negocios, asegurar contratos.
No sabemos qué ocurrirá en el país a partir del 10 de diciembre, aunque, de alguna manera, dependerá también de cuanto haya ocurrido hasta entonces, y de lo que podamos aprender de estos años. Por lo pronto, queda un inmenso catálogo de daños, cuyo inventario, todavía inconcluso, incluye la destrucción del valor de la moneda y consecuentemente de los precios, pero también la de las infraestructuras, la degradación de la moral pública producida por la corrupción, la simbólica que resulta de la sistemática manipulación de los significados, la malversación de palabras que provocan emoción –igualdad, justicia, derechos humanos, inclusión–, a las que habrá que dar nuevamente el sentido que les fue sustraído. De la moneda a los símbolos, lo que se fue arruinando son las referencias que organizan los intercambios sociales y permiten las conversaciones públicas sobre los problemas comunes. No debe extrañar: el kirchnerismo nunca quiso mantener una conversación sobre la realidad, sino sustituir la realidad por la palabra, por su palabra, en un ejercicio de nominalismo extremo, casi fanático, gracias al cual las cosas son el nombre que las nombra. Porque si lo real está siempre sujeto a interpretaciones, y lo que nos resulta posible conocer es el resultado del conflicto entre esas interpretaciones, entre versiones y argumentos discordantes, la pretensión de colocar en el sitio de la realidad la palabra emitida por el poder cancela todo argumento y toda disonancia. El rasgo autoritario del kirchnerismo no estuvo en sus prácticas políticas, sino en sus esfuerzos discursivos por nombrarlo todo, por darle a todo un nombre único y definitivo. De allí, también, la destrucción de las estadísticas, dada la resistencia de los números a ser manipulados.
Pero es necesario intentar comprender por qué, a pesar de la abrumadora evidencia del mal gobierno, el kirchnerismo ha recibido, y sigue recibiendo, aprobación y apoyo de una parte no menor de nuestra sociedad. Por qué, incluso, esa aprobación se traslada a un candidato no apreciado por muchos de quienes sostuvieron al Gobierno durante tantos años. Hay sin duda, para esto, muchas razones, pero, entre todas, una se impone con la fuerza de los intereses: el kirchnerismo ha sido sumamente eficaz en la asignación de bienes públicos para uso privado, practicando un extendido clientelismo hacia las clases medias, que recibieron transporte y energía a precios populares, compraron turismo subvencionado al extranjero, dólares para ahorrar subsidiados por el Estado, electrodomésticos y vestimenta en doce cuotas sin intereses. La inflación que provoca la cantidad inmensa de moneda que el Gobierno fabrica para conservar la lealtad política de esos clientes provoca una inflación que deteriora aún más el ingreso de los pobres. A eso le llamamos, ahora, progresismo. En otra época, esa lealtad de clases medias se obtenía con algo que llamábamos "convertibilidad". Y, antes aún, con la "tablita" con la que Martínez de Hoz permitió que todo se comprara de a pares. "Deme dos", "uno a uno", "ahora doce": ésos son algunos de los hitos de la historia económica argentina de los últimos 40 años.
Las clases medias se convirtieron en clientes el 4 de junio de 1975, cuando, con una firma, Celestino Rodrigo devaluó la moneda un 160% y disparó la inflación hasta el 770%, destruyendo no sólo los salarios, sino también, sobre todo, la confianza que tenía la sociedad argentina en que el trabajo, el ahorro y la inversión eran los modos de hacer que el futuro fuera mejor que el presente, y en que los hijos tendrían una mejor vida que los padres. Ese día, el futuro, que hasta entonces era un sitio de posibilidades, se convirtió en una amenaza, y se instaló la certeza de que cualquier funcionario oscuro e incompetente podía, con una decisión, destruir las expectativas y los proyectos de largo plazo. No es casual que si en 1974 los capitales argentinos en el exterior eran de menos de 4000 millones de dólares, esa cifra esté estimada hoy en aproximadamente 300.000 millones, parte importante de los cuales consiste en ahorros en moneda extranjera de los sectores medios. Dado que los ahorros son aquello que se sustrae del consumo presente para garantizar bienestar futuro, preservar los ahorros en el exterior significa que los argentinos carecemos de confianza para compartir el futuro. Desde el "rodrigazo", la lealtad de las clases medias, siempre volátil, se convirtió en un problema cuya solución encontraron los gobiernos con una fórmula mágica: fabricar "sensación de riqueza" y financiarla con recursos públicos convertidos en bienes privados.
La dinámica del patrón y el cliente, tan estudiada en el mundo de la pobreza, es desde entonces la característica de la relación de los gobiernos con las capas medias de la población. Para obtener y conservar su lealtad, la política debe distribuir los recursos públicos, cualquiera sea el costo que eso entrañe para el bien común. Aun si los privilegios que los gobiernos otorgan ponen el bienestar general en peligro, serán indiferentes a los costos de largo plazo en tanto dispongan de recursos para financiar la compra de lealtades.
El kirchnerismo llevó al paroxismo esa relación clientelar, estableciendo un sistema de regulaciones oscuras que le permitieron actuar con total discrecionalidad, distribuyendo cantidades enormes de dinero, de prebendas y de franquicias para operar en zonas brumosas. A los subsidios al consumo, a los viajes, a la compra de dólares, al transporte, a la energía, les sumó beneficios sectoriales por medio de políticas aduaneras e industriales que permitieron a sectores enteros de la economía obtener ganancias extraordinarias. Pero el kirchnerismo desarrolló también una especie de clientelismo de los discursos, otorgando premios a sectores intelectuales, académicos, artísticos y de organizaciones de derechos humanos que se convirtieron, como todos sabemos, en voceros del Gobierno. Bajo la máscara del Estado activo, se engordó el sector público con el objeto de crear nuevas oportunidades para recolectar y distribuir rentas, ampliando la "cobertura" de la población alcanzada por la lógica clientelar. "El liderazgo patrimonial –escribió de estos regímenes Bruce Bueno de Mesquita– debilita al Estado, privatiza la esfera pública y erosiona las instituciones sin empoderar a la sociedad civil. La personalización de la autoridad –continúa– termina eventualmente en venalidad y en el mal uso de la autoridad, en ilegitimidad, corrupción y desinstitucionalización."
Cada nuevo ciclo de gobierno ha dado, en nuestro país, una nueva vuelta de tuerca en la dialéctica perversa de los gobiernos corruptos y las clases medias clientelares. Muchos de quienes acompañaron al poder están hoy en pie de guerra. No defienden ideas, defienden intereses. Intereses de grupo, no el bien común sino la parte del premio que el Gobierno les ha otorgado a cambio de su lealtad. En el paisaje devastado que queda después del kirchnerismo –pobreza, inflación, un Estado quebrado y grasoso, educación y salud pública degradadas–, los guerreros de su propia causa levantan la voz: están fijando el precio que pretenden cobrar a quienes vendrán. De la capacidad del nuevo gobierno de romper el contrato espurio firmado con las clases medias dependerá que se inicie un ciclo guiado por la producción de bienes públicos para el bien común o que continúe la perversa relación de funcionarios corruptos con clientes ávidos de recibir su parte del botín.
Editor y ensayista