Para leer lo que nadie habla
En la escuela tradicional, la execrada escuela "libresca", los libros de lectura y los manuales se consideraban medios idóneos para la enseñanza del idioma. Desde las primeras letras hasta las selecciones de textos para los últimos grados, el escolar entraba en contacto, poco a poco, con nuevos vocablos y construcciones cada vez más complejas. Así iba enriqueciendo el lenguaje adquirido desde la cuna. Nadie esperaba encontrar en aquellos libros, hoy objetos de burla, solamente lo ya sabido: como instrumentos de aprendizaje, los libros debían ofrecer cada día algo nuevo. Las palabras y su uso se aprendían oyéndoselas a otros hablantes y leyéndolas en los libros. También en los libros de cuentos y novelas, volúmenes verdaderamente voluminosos que se devoraban desde temprana edad.
No todos aquellos libros se editaban en la Argentina ni los textos que incluían pertenecían todos a autores locales, pero uno no se escandalizaba ni pensaba en abandonar la lectura cuando aparecía alguna palabra de uso desconocido por estos lares. Si el libro no tenía notas ni glosario, se entendían por el contexto o se recurría al diccionario, maravilloso pozo de sabiduría donde se encontraba todo, incluso las siempre buscadas "malas palabras". Los chicos de ahora leen mucho menos (aunque tampoco hay que engañarse con el mito de la edad de oro de la lectura: antes no todos leían) y adquieren el lenguaje en otras fuentes, pero siguen incorporándolo por el oído y por los ojos, como siempre. Sin embargo, las editoriales, sobreprotectoras de sus lectores y de sus negocios, hoy en día parecen creer que lo que antes podían hacer los chicos ahora no pueden hacerlo los grandes.
De todos y de ninguno
Nuestra lengua nació internacional porque, en el momento mismo en que el dialecto castellano se convirtió en idioma nacional en España, pasó a ser también la lengua de un imperio. Esto llevó, naturalmente, al surgimiento de nuevas variedades regionales, pero a los hablantes no nos asustó la diversidad y, por el contrario, celebramos el hecho de ser dueños (sí, dueños) de un instrumento poderoso que nos permitía comunicarnos con tantos millones de personas en todo el mundo.
Pero ahora nos dicen que tenemos que "internacionalizar" el español, "neutralizarlo", "estandarizarlo". Estandarizar una lengua significa normalizarla: toda lengua que se precie de tal es, por definición, una lengua normalizada, pues no hay lengua sin norma. ¿Qué nos quieren decir, entonces, y de dónde surge esa supuesta necesidad? Surge del interés comercial de las empresas, que pretenden ahorrar costos (en España dirían "costes", pero ¿quién no lo entiende?) y ampliar mercados. El fin puede ser legítimo, pero no justifica los medios. Y, para peor, puede ser que los medios arruinen el fin.
Hubo un tiempo en que la Argentina irradiaba cultura a todo el mundo hispanohablante, donde todavía queda gente que recuerda con gratitud el descubrimiento del placer y la utilidad de la lectura en los libros de nuestras editoriales. Los había de todos los géneros, lo mejor de la literatura y el pensamiento universal, y las excelentes traducciones, muchas de ellas hechas por escritores, siguieron reeditándose como verdaderos modelos que eran. ¿Se impusieron aquellos autores y traductores la obligación de castrar la lengua para llegar a tan vasto mercado? La fórmula era mucho más sencilla: calidad y buen sentido. Buen sentido significa entender, por ejemplo, que no es lo mismo traducir una novela costumbrista que un tratado de filosofía.
Hoy en día, los libros se fabrican con la técnica del tiro al blanco: primero se fija el blanco (el target, que le dicen) y después se calcula el tiro. Y para no errar el tiro, los cálculos deben ser muy exactos. Si pretenden cubrir todo el mercado hispanohablante, las editoriales tienen varias posibilidades, que van desde la más económica de publicar una traducción en el llamado "español neutro", que se define como "el que es de todos pero que no es de nadie" y que, por no ser de nadie, no puede sino dar un resultado paupérrimo (y, para colmo, falsamente "neutro"), hasta preparar una versión para cada país, una empresa demasiado costosa que nadie quiere acometer, pasando por la solución intermedia de hacer una traducción básica y adaptarla a los distintos países o grupos de países. Esta cuestión se plantea, por supuesto, porque ahora todas las grandes editoriales son grupos trasnacionales.
Conversando hace poco con una traductora y correctora argentina que se había encargado de la adaptación al "español neutro" de los libros de la serie de Harry Potter, le pregunté en qué había consistido el trabajo (yo pensaba que era una tarea imposible y me interesaba mucho saber cómo había resuelto el problema una persona inteligente). Ella me explicó que su versión estaba destinada a la Argentina, Uruguay, Paraguay y Chile. Se hicieron también otras dos versiones, una para España y otra para el resto de América. Es decir, "neutro" pero no tanto. De todos modos, agrupar la Argentina con Uruguay, Paraguay y Chile ya era bastante difícil. El español del Paraguay, sobre todo en materia de vocabulario, que es lo que más se mira, se parece cada vez más al rioplatense, pero el de Chile conserva bien marcadas sus peculiaridades. El criterio parece haber sido más geográfico que lingüístico.
Literatura neutra
Lamentablemente, los traductores tienen que atenerse a las reglas impuestas por las empresas. Así vemos que se anuncian como especialistas en "español neutro". Lo peor es que, como el tal "español neutro" es una creación puramente artificial, algunos ni siquiera saben muy bien de qué se trata. Una empresa de traducción que ofrece en Internet sus servicios a multinacionales tecnológicas explica que hay tres tipos de español: el de España, el de América y el internacional, los que recomienda según el mercado al que quieran llegar sus clientes. Reconoce que el llamado español de América y el internacional no son variedades que hable nadie, pero considera que pueden entenderse y son aceptables. Pero, cuando quiere refinar conceptos, ¡dice que el español de la Argentina se parece más al de España que al de México!
Y si esto sucede con las traducciones, ¿qué pasa con las obras originales? Si las empresas consideran, por ejemplo, que el mercado español va a rechazar una traducción hecha para el mercado argentino, es lógico que piensen lo mismo de una obra original de autor argentino. Las editoriales niegan que estén imponiendo una forma de escribir a los autores, pero no faltan las "sugerencias" de que, si quieren vender, usen un lenguaje "más accesible" a todos los públicos. Y las insinuaciones calan hondo. Pero ¿qué literatura auténtica puede hacerse con un lenguaje que ni siquiera es ajeno, que por propia definición no es de nadie? ¿Y qué recibirá entonces el lector? En lugar de enriquecerse y conocer el lenguaje y la cultura, el sentimiento y el saber de una comunidad de 400 millones de hablantes, se empobrecerá con un código artificial que no es de nadie, que no dice nada porque no pertenece a nadie. Y se aburrirá tanto que finalmente tal vez opte por dejar de leer.