Para un crítico, nada peor que otro
Hace casi veinte años que, con alguna que otra intermitencia y en medios distintos, hago crítica musical. En algún momento de ese lapso extenso, bastante al principio, se me ocurrió preguntarme por las condiciones y la historia de ese oficio en la Argentina. ¿Quién habrá sido nuestro primer crítico? ¿Juan Bautista Alberdi? Muy probablemente. El siglo XX ya se presenta un poco más intrincado (compositores que hacen crítica, críticos que componen), pero un nombre marca para mí la completa profesionalización de esta faena: Jorge D'Urbano, que empezó a escribir hacia fines de la década de 1930 y siguió haciéndolo hasta entrada la década de 1980.
Mi ambiguo entusiasmo por D'Urbano empezó gracias a un poeta: Arnaldo Calveyra. Él lo había conocido por intermedio de un amigo en común, Julio Cortázar, y lo juzgaba un non plus ultra. En realidad, quizás no tanto a él como a uno de sus libros, Música en Buenos Aires, que recopila las críticas que D'Urbano firmó en los diarios Crítica y El Mundo entre 1950 y 1965.
El libro tiene dos prólogos: uno de Virgil Thomson (traducido al castellano por Cortázar) y el otro, larguísimo, del propio crítico, que hace una declaración de principios sobre el oficio: dado que está hecha con palabras, la crítica musical está más cerca de la literatura que de la música. Esas veinte páginas son un verdadero manual de ética y de estilo.
D'Urbano ponía en práctica esos principios de honestidad a ultranza. Un ejemplo, entre muchísimos otros, es el de su comentario del estreno de Gruppen, la obra maestra de Karlheinz Stockhausen. "Es posible que esto sea el porvenir de la música. A mi juicio, es el final de ella. En todo caso, lo siento por las generaciones venideras. [...] Como decía alguien, no se debe juzgar una obra musical por una sola audición, y yo no tengo la menor intención de volver a escucharla."
Lo que me gusta de D'Urbano es que, aun en el error, se juega por una posición, y ya había dicho Walter Benjamin, en sus trece tesis sobre la crítica, que quien no sabe tomar partido debe callar. Había, aparte de él, otros críticos de su época, todos ligados directa o indirectamente con el grupo de la revista Sur: Leopoldo Hurtado, Daniel Devoto, el raro Mario A. Lancelotti, tan cercano a Ezequiel Martínez Estrada. Pero D'Urbano fue siempre diferente.
Desde que Calveyra me llamó la atención sobre la prosa de D'Urbano, compré cada ejemplar de Música en Buenos Aires que logré encontrar. Regalé uno tras otro. Incluso uno en muy buenas condiciones al propio Calveyra, que, aunque lo agradeció especialmente, no renunció sin embargo a su ejemplar ya descabalado (la encuadernación de Sudamericana era pésima), cuya forma y cuyas hojas mantenía unidas con un hilo.
Otro de los libros que llegaron a mis manos lleva la dedicatoria del autor a uno de sus colegas: "Para Lancelotti, alguien que puede ser un temible crítico de críticos. Con la amistad de Jorge D'Urbano". Aquí D'Urbano se cura en salud. Sabe de primera mano que quien es crítico lo es de tiempo completo. Gracias a (o por culpa de) una curiosa deformación profesional, el crítico no puede no ceder a la tentación, que constituye en él casi un reflejo, de que su ojo (o su oído) crítico, necesariamente individual, esté al servicio de hacerle justicia al objeto que mira o que escucha. El crítico se convierte para el crítico, asimismo, en objeto de la crítica.
Pero a veces hay malicia. Pasó también por mis manos un ejemplar de Música en Buenos Aires que había pertenecido a un crítico, ya muerto, que había sido rival de D'Urbano. No diré su nombre y lo llamaré aquí simplemente Tiberio. Entre las páginas, Tiberio había dejado el recorte de diario de un artículo, justamente sobre los deberes de la crítica, que D'Urbano había publicado en 1967.
Decía Jorge D'Urbano, con entonación de censura: "Conozco casos de críticos que llegan tarde a la sala o se retiran antes. Si luego no lo aclara públicamente, está cometiendo una grave falta de responsabilidad". Al margen, en el callejón mínimo de blanco entre las columnas de texto, Tiberio anotó: "La cometió él".
¿Es posible imaginar resentimiento más venenoso que éste, que no puede resistirse a ser puesto por escrito, aunque sea para uso puramente privado?
Miserias del oficio que amo, el de la crítica musical, y que el compositor argentino Oscar Strasnoy definió de una manera imbatible: "Un poder inmaterial sobre una actividad inmaterial. El colmo del refinamiento".