Rigurosamente incierto. Parábola de usos y abusos
Al cabo de muchos años de gobiernos de facto, la democracia fue mal interpretada en la República de Morondanga. Cuando imperaban los jefazos autoritarios, la más leve expresión de protesta callejera era reprimida por la policía, casi siempre de malas maneras, por transgredir postulados del habitual estado de sitio. Razonablemente, las autoridades democráticas restituyeron el derecho constitucional de peticionar y toleraron que militantes de tal o cual gremio y de tal o cual partido político se amontonaran frente a tal o cual ministerio y marcharan por las calles, aun cuando causaran transitoria molestia a viandantes de a pie o sobre ruedas.
Más adelante, encauzado el país en el régimen de las libertades públicas, las autoridades permitieron que las expresiones de bronca popular incorporaran vallados intransitables y recursos de amedrentamiento, con aviesa intención de inocular susto y zozobra al común de la gente y de expresar la rigidez de sus demandas, no exentas de iracundia. Prudentes, las autoridades apechugaron esas bravuras e impusieron pasividad a los agentes del orden: al fin de cuentas, los reclamos, aunque desaforados, eran legítimos, y cualquier módico gesto de represión habría equivalido a echar nafta de ochenta octanos en el horno de las combustiones sociales. Sabia decisión la de evitar males mayores.
Todavía más adelante, el flagelo de la inseguridad sumó nuevas huestes a la sarta de mitines, por lo que no pasó día hábil sin que el distrito federal de Morondanga se convirtiera en un inviable campo de Agramante, aun para forasteros suscriptos al turismo de aventura. Fornidos activistas ganaron coraje y se atreven hoy a destrozar bienes de la comunidad, a pintarrajear templos y estatuas, a instalar campamentos en plazas y otros espacios que alguna vez fueron verdes y servían para que nenes y palomas amenizaran el paisaje.
El actual cuadro de situación es producto de la tracalada de osadías consentidas. Nueve ministerios fueron usurpados por otras tantas ramas de las llamadas fuerzas vivas marginales; la azotea de la Casa de Gobierno no es ya un helipuerto sino un asentamiento precario de jefes y jefas de hogar; la Secretaría de Cultura cumple ahora, por fin, una función indispensable, ya que allí funciona la Administración de Ollas Proletarias; el Congreso y el Palacio de Tribunales son depósitos de la única industria verdaderamente próspera, la del reciclado de cartones. Lo que ocurre en Morondanga demuestra que ciertas transfiguraciones institucionales enlodan la fe en la democracia. Las crudas realidades, en tiempos de celo político, engendran hechos así de absurdos.
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