A veinticinco años del golpe de estado en Chile. Pocas horas antes
En el fragmento del libro Rumbo al sur , deseando el norte (Planeta), que aquí anticipamos, Ariel Dorfman, entonces funcionario del gobierno de Allende, narra cómo vivió los momentos previos al derrocamiento del presidente.
SI estoy contando esta historia (...) es porque alguien, muchos años atrás en Santiago, Chile, murió en mi lugar. (...) Siempre pensé que ése es el momento que me hace nacer (...): aquella mañana en que las Fuerzas Armadas de mi país se alzan contra nuestro presidente, ese 11 de septiembre de 1973 en que derrocan a Salvador Allende, y la muerte que temía desde la infancia viene a buscarme y no me lleva.Y, sin embargo, no quiero, comenzar con ese día.
Queda todavía la noche del 10 de septiembre (...). Mañana a esta hora, Allende ya habrá muerto y yo estaré en la clandestinidad. Pero todavía no. Esta noche todavía me puedo calmar con la falacia de que no habrá un pronunciamiento militar, de que Chile es diferente de tantas otras repúblicas latinoamericanas, todos esos mitos reconfortantes acerca de nuestra eterna democracia, nuestra moderación ejemplar y nuestro legalismo tan británico.
No es la primera vez que trato de engañar a la muerte. (...) Mis primeros encuentros con el insomnio le sucedieron a un niño que se había autocondenado a ser monolingüe en inglés, que había repudiado el castellano al que había nacido, ese niño que yo fui. (...) Lo que ese chiquito no podía anticipar, por cierto, era que (...) un cuarto de siglo hacia el futuro me estaba aguardando este día de septiembre del año 1973, y que el idioma en que trataría de dar sentido a la serie de milagros interconectados que me perdonarían la vida iba a ser el castellano y no el inglés. Ya entonces, cuando había cumplido los treintiún años, yo había renunciado al inglés de mi lejana infancia en los Estados Unidos, lo denunciaba por imperial y norteño, ajeno a mi ser y al de mi pueblo. En forma pública y feroz había revertido mi castellano nativo y original, proclamando que lo hablaría para siempre jamás. Y que, por cierto también para siempre jamás, yo viviría en Chile. (...)Todavía no había aprendido que cuando seres más poderosos controlan las corrientes de tu existencia, es poco lo que permanece para siempre.Es la lección que tendré que aprender mañana, ahora, la noche antes del golpe, voy a postergar por última vez (...). Pero antes de que reconforte a mi hijo con un cuento, haré una llamada (...).Es una llamada a La Moneda, la casa de los presidentes de Chile, donde he estado trabajando durante los últimos dos meses como asesor cultural y de medios de comunicación de Fernando Flores, el secretario general de Gobierno de Allende. Hoy (...) parece claro que aceptar un puesto de escasa utilidad en un gobierno que se venía abajo era un acto de locura. (...) En ese momento pensé que era mi deber.
Necesitaba probar mi lealtad con el país que había elegido y hacia una causa que había adoptado como propia y que sólo iba a poder materializarse (...) si todos los que creían en ella, incluyéndome, estaban dispuestos a dar su vida en el intento. Y a propósito, (...) con temeridad e imprudencia y alegría, yo había buscado el sitio más peligroso del país para pasar los días postreros de la revolución chilena, el sitio al que ahora llamo neuróticamente, aun en esta noche en que no me toca trabajar, para saber si mis servicios se requieren. Por el momento, nadie me necesita. Me lo avisa Claudio Gimeno, un amigo desde mi primer año de universidad. Está de buen humor, puedo evocar su tímida sonrisa que muestra los dientes de conejo, sus ojos oscuros y anchos, su cara angular.
En los años que han de venir será su imagen la que nunca logrará apagarse. (...) Cada vez que imagino mi muerte, (...) me veo en una silla, las manos atadas detrás de la espalda. Tengo los ojos vendados, pero (...) estoy mirándome; y un hombre de uniforme se acerca y tiene algo, un palo, un par de electrodos, una aguja larga, algo borroso y penetrante en su mano derecha. En esa visión que todavía me asedia (...), el cuerpo a punto de ser dañado sin reparación es el cuerpo de Claudio Gimeno (...) pero es mi cara la que lleva (...), porque era yo el que debía haber estado en La Moneda haciendo guardia esa noche del 10 de septiembre, yo era la persona que debió haber recibido la noticia de que la Armada acababa de desembarcar en Valparaíso, debió haber sido mi mano la que cuelga el receptor y con el corazón afligido disca al Presidente y le informa que el golpe ha comenzado. Es Claudio el que va a recibir esa información en las próximas horas, tan sólo porque la semana anterior yo le había mencionado (...), así de paso, "Oye, Claudio, ¿qué te parece si cambiamos turnos?, a mí me toca venir a La Moneda el lunes 10 de septiembre, pero me gustaría hacer guardia el 9, ¿te parece?". Y sin pensarlo dos veces, Claudio había accedido.
De manera que yo estoy acá en mi hogar y él está en La Moneda y hablamos por teléfono.(...) Claudio me cuenta que las cosas van mejor, quizás haya una salida de la crisis. Allende va a anunciar mañana en la Universidad Técnica que someterá sus diferencias con la oposición a un plebiscito, y que renunciará si el pueblo rechaza sus planteamientos. Me siento tan aliviado como Claudio. Ninguno de los dos reconoce esta resolución pacífica al atolladero político como lo que de veras es: un espejismo, un desenlace que los enemigos de Allende, a punto de liquidarlo, jamás van a tolerar.
Y, sin embargo, hay pocos en este país que podrían entender mejor que nosotros dos el hecho de que, en cierto sentido, el golpe militar ya ha ocurrido.
Hace más o menos una semana, Claudio y yo, fuimos invitados por Fernando Flores a entrar a una pieza pequeña del Palacio Presidencial. El ministro deseaba que escucháramos el relato de una vieja mapuche que había venido a Santiago desde el sur del país para denunciar la tortura y muerte de su esposo. Bajo la consigna de "La Tierra para el que la Trabaja" el gobierno de la Unidad Popular había expropiado los latifundios, transformando a centenares de miles de campesinos en propietarios. Un grupo de oficiales de la fuerza aérea había invadido el predio comunal en busca de armas y, al no encontrar ni una, habían procedido a atar al marido de la mujer a las aspas de un helicóptero. Mientras el viejo daba vueltas lentamente durante horas y horas, los uniformados fumaban, riéndose de él. Y habían sugerido sardónicamente que le pidiera ayuda a su presidente ya. (...) Ella había viajado para que el presidente supiera lo que estaba sucediendo. Pero el presidente nada podía hacer. Y menos nosotros, escuchándola en esa pieza encerrada. Era como si el poder ya hubiera sido transferido a los militares.
La vieja (...) me penetró con su mirada. "A lo largo de mi vida -me dijo- (...) los huincas nos han hecho de todo, pero nunca antes algo como esto. Le decían a mi hombre que ahora nos iban a quitar la tierra. Me hicieron mirar lo que le estaban haciendo".
(...) Yo había deseado con tanto ardor ser chileno, pertenecer a la gran familia de la chilenidad, y lo que eso significaba, finalmente, era que aquellos vejámenes que se habían perpetrado contra ella y su pueblo durante siglos ahora me los podían hacer a mí. Tal vez, de un relampagazo, yo me había entrevisto en ella (...) me era intolerable su apremiante presagio de la violencia que estaba a punto de invadir el país y convertirme a mí en un extranjero, como ella ya lo era, en mi propia tierra. Así que cuando Claudio, una semana más tarde, me informa que todo anda viento en popa, yo estoy más que listo para creer en un milagro.
No es que tengamos tanto de qué conversar esta noche del 10 de septiembre. A Claudio lo espera trabajo y a mí me llama un hijo alborotador (...). Cuando nos despedimos, nada nos susurra que es la última vez que nos hemos de hablar.
Cuelgo. Y parto (...), dispuesto a asegurarle a mi hijo que la muerte no existe.
(...) Yo no le hago saber, por cierto, que nos esperan verdaderos monstruos en la vecindad y que son capaces de hacer con nuestro cuerpo algo peor que la muerte. Que es el morir que debemos temer, el dolor antes y no el vacío después. Que el exilio nos mira de frente, que pronto él y yo y su madre vamos a abandonar este lugar donde le dimos nacimiento y que no retornaremos hasta que (...) demasiados años, hayan pasado. No le hago saber que la muerte y el miedo a la muerte inevitablemente conducen al exilio.
La crisis pudo más
QUIEN pase por Santiago en estos días, puede disfrutar de un revival que tendrá auténticas dosis de emoción, pero que difícilmente es el presagio de algún tipo de cambio esencial.
Santiago no está agobiada por su pasado y, con motivo de la crisis en Asia ha moderado la arrogancia de hace dos años, cuando algunos empresarios chilenos tenían la compulsión de comprar empresas energéticas en toda América latina y los políticos se sentían los mejores del continente.
La crisis asiática y las inestabilidades en Moscú han obligado -como escribía el economista Carlos Ruiz Tagle- a reflexionar y reevaluar expectativas, pues "el carro del éxito está presentando desperfectos mecánicos". Los que conocen el sistema chileno saben, como el senador socialista Carlos Ominami, que "en este cuadro la democracia tendrá que pasar por una prueba que no ha conocido hasta ahora: la del manejo de situaciones difíciles".
Y es quizás un derivado de esta recuperación forzada de la humildad lo que ha hecho que el 11 de septiembre de 1998 sea, el menos propicio para mirar más preocupados el pasado que el futuro.
La crisis ha devorado una incipiente polémica que se había abierto en agosto sobre el tema de derechos humanos. Incluso los candidatos presidenciales (Ricardo Lagos, Joaquín Lavín, Andrés Zaldívar y Sebastián Piñera) han abandonado el enfermizo análisis de sus posibilidades electorales para comenzar a preocuparse del gasto y el endeudamiento
.
El gobierno concentra sus energías en el fantasma del desempleo que podría llegar al ocho por ciento. El público pide recetas de ahorro y control de gasto. Y toda la energía que pudo estar destinada a la nostalgia se vuelve sobre un presente un poco menos glamoroso.
Como diría Neruda, todo "un baño de tumba" para los delirios de grandeza que habían aparecido en Chile últimamente.
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