¿Podrá David vencer otra vez a Goliat en 2017?
El segundo semestre, aquella tierra prometida por el marketing del Gobierno, trae para éste resultados ambivalentes: la cara positiva es módica aunque importante, consiste en un notorio freno de la inflación y la renovada aprobación que proviene de Estados Unidos y otras potencias occidentales; la cara negativa tiene, en cambio, múltiples manifestaciones: las inversiones y el blanqueo no fluyen como se esperaba, la recesión es profunda, con sus secuelas de desempleo y pobreza; crece la protesta social, el peronismo se reorganiza a una velocidad mayor que la estimada, las internas de Cambiemos son indisimulables; la saga de las tarifas muestra la conjunción de dos defectos escogidos, que a Pro le cuesta rever: arrogancia y errores de implementación. De cualquier modo, y eso hay que ponerlo en el haber, este es un Gobierno que dialoga, respeta las reglas de la democracia y tiende a reconocer sus deslices.
Hasta ahora, la sociedad que pulsan los sondeos mantuvo un apoyo mayoritario al oficialismo que, sin embargo, ya no es tan masivo como el que poseía hace seis meses. Un indicador de este aval es que más del 50% cree, según la última encuesta de Poliarquía, que la administración de Macri "sabe cómo resolver los problemas del país pero necesita tiempo", mientras que otro 7% sostiene que está solucionando las dificultades.
Como se ha dicho en esta columna, ese apoyo se debe más a razones políticas que económicas: la mayoría no quiere volver a Cristina. Sin embargo, la evolución de las opiniones tiende a polarizarse: el 40% afirma que el Gobierno es incapaz de resolver los problemas. En enero pasado esa opinión la sustentaba sólo el 24%, mientras más del 70% le reconocía capacidad de resolución. Lo mismo sucede con la evaluación de la tarea presidencial: el 56% la aprueba, el 43% la impugna. El fin del invierno queda lejos del verano, cuando el 71% avalaba a Macri. Ese colchón, sin embargo, le alcanzó para atravesar el ajuste y conservar aún la mayoría demoscópica.
Pero a medida que pasan los días y se acerca el escenario electoral, la evaluación del Gobierno se torna más compleja. Ahora no sólo tiene que confrontar sus políticas con la opinión pública, sino que empieza a medirse con sus eventuales competidores. Los primeros resultados en áreas geográficas vitales son preocupantes, aunque no novedosos, para el oficialismo. Si bien es un ensayo preliminar, una macro encuesta de Poliarquía, que sumó 14.000 casos, indica que en el GBA la coalición posee sólo un tercio de los electores, lo que augura una competencia muy pareja en 2017, siempre y cuando el peronismo concurra dividido. Más allá de sus virtudes y las debilidades de su rival, esa fragmentación permitió a María Eugenia Vidal llegar a la gobernación con el 40% de los votos contra un peronismo que en sus dos vertientes sumó el 55%.
El escenario electoral vuelve a plantear hipótesis y preguntas, en las que los rasgos históricos y estructurales se cruzan con las particularidades de la coyuntura. ¿Cuán previsible o no resultan los pronósticos cuando se consideran ambos aspectos? Los condicionantes estructurales no prescriben. Podrían, sin pretender agotar el tema, enumerárselos así: primero, el peronismo es la fuerza dominante del sistema; segundo, un gobierno no peronista resulta la excepción y, sin mayorías legislativas y con economía en retroceso, es débil; tercero, si el peronismo está dividido, esa debilidad se matiza pero no desaparece; cuarto, una mejora de la economía debería fortalecer al Gobierno; y quinto, el peronismo en el llano termina reorganizándose en torno a la figura más fuerte, si la posee. En este contexto estructural rígido, la novedad coyuntural no es menor: gobierna un partido nuevo, con escaso implante territorial, en LA NACION y en los dos principales distritos. En 2015 David le ganó a Goliat.
¿Prevalecerá en 2017 el libre albedrío o las cosas volverán a su cauce "natural"? Los antecedentes son adversos para Cambiemos. En primer lugar, los dos gobiernos no peronistas anteriores (Alfonsín y De la Rúa), luego de perder elecciones de medio término en contextos económicos desfavorables, no pudieron recuperarse; en segundo lugar, el peronismo se repuso rápido de sus derrotas, reorganizándose, con pragmatismo y sin mayor autocrítica, en torno a figuras fuertes, como Menem y Kirchner. Según la historia argentina contemporánea, la reorganización del peronismo no es un hecho limitado a la vida de los partidos, incide en el ordenamiento de elites influyentes, como los sindicatos, los movimientos sociales y componentes de las cúpulas empresarial, religiosa y militar.
Con esos antecedentes, la coalición de gobierno debe trazar bien la estrategia si quiere que su proyecto dure ocho años. No resultará fácil. El peronismo ya posee una figura fuerte, que es Sergio Massa, un dirigente hecho, como Néstor Kirchner, para remontar sin prejuicios una eventual desilusión social. Tiene obsesión por el poder, capacidad demagógica y una interpretación populista de la democracia. Si el Gobierno mejora la economía de las familias, hace las alianzas correctas y evita la soberbia tecnocrática, tal vez pueda eludir el determinismo político que caracteriza a la Argentina.