Anticipo / Libros. Política, policía y seguridad
En El leviatán azul (Siglo veintiuno), el experto en ciencias sociales Marcelo Sain, interventor de la Policía de Seguridad Aeroportuaria, analiza la compleja relación entre la política y las fuerzas policiales y traza lineamientos para una reforma de la seguridad pública. Aquí, un fragmento
El miércoles 10 de enero de 2007, un sargento de la Policía de la Provincia de Buenos Aires mató de un tiro en la cabeza a Darián Barzábal, de 17 años, cuando éste era trasladado en un patrullero al destacamento policial, luego de su aprehensión por haber intervenido en el robo de una vivienda. El joven estaba esposado y, luego de su asesinato, otros compañeros del sargento homicida "plantaron" un revólver calibre 32 dentro del patrullero a los fines de inculpar al detenido de portarlo e intentar matar a los efectivos policiales, engaño tendiente a justificar el asesinato y cuya falsedad quedó rápidamente al descubierto. Se trató, en verdad, de un caso más de "gatillo fácil". Como consecuencia de esos hechos fueron apartados de la fuerza seis efectivos, y los implicados en el homicidio y en su encubrimiento quedaron detenidos.
La redundancia sistemática de abusos policiales o de sucesos que dan cuenta de la participación policial en las actividades delictivas que esta institución debería prevenir o conjurar indica que no se trata de acontecimientos aislados, sino de la manifestación de una crisis organizacional de amplia envergadura, que da lugar a un persistente desprestigio en medio de un contexto en el que el mundo de la política sólo aborda estas cuestiones de modo episódico y casi nunca en forma integral.
No obstante, pese a la escasa confianza ciudadana que pesa sobre la policía, son sistemáticos y reiterativos los reclamos sociales por mayor y más severa presencia policial ante cualquier evento de desorden público, e incluso ante aquellos que derivan de comportamientos y prácticas sociales poco apegados a las reglas o directamente ilegales, tan extendidos en nuestro país. En la Argentina, para numerosísimas personas, las conductas violatorias de las normas no son más que manifestaciones legítimas e inevitables producto de la ausencia de un Estado vigilante eficiente o, en verdad, de poderes públicos -entre ellos, de instituciones policiales- que controlan poco y que están atravesados por actos de corrupción. La extendida creencia de que es válido o admisible cometer infracciones u ocupar compulsivamente el espacio público -privatizándolo de hecho- si las instancias de control institucional no intimidan o amenazan con cierta credibilidad o éxito a los infractores u ocupantes compulsivos va acompañada de un abarcativo reclamo de "mayor presencia policial" en todo el espacio social. Vale la pena repasar algunos sucesos que dan cuenta de ello.
A fines de febrero de 2006, el grupo de rock de origen inglés The Rolling Stones llevó a cabo dos concurridos recitales en el estadio del club de fútbol River Plate, cuya seguridad fue encargada por los organizadores a una empresa privada. Durante el primer evento, un centenar de jóvenes ingresó en el estadio sin boletos de entrada y de manera violenta, golpeando al personal de servicio y arremetiendo contra todo aquello que pretendiera impedir dicho ingreso. Al día siguiente, la prensa argentina, al unísono, interpretó que ello había ocurrido como consecuencia de la ausencia de efectivos policiales que garantizaran la seguridad del espectáculo. Reflejando esta opinión, un cronista televisivo del canal Crónica TV se preguntaba en vivo: "¿Dónde está la Policía Federal?; ¿por qué no se montó un operativo que impidiera semejante violencia?". Se trataba, en verdad, de un espectáculo privado y no había razón para que el conjunto social afrontara los gastos de la seguridad a través de la policía. Lo destacable es la interpretación, tan naturalizada en la sociedad argentina, de que la violencia generada por aquellos que pretendían ingresar en el estadio por la fuerza respondía básicamente a la ausencia de policías, ausencia que, de alguna manera, justificaba esos desmanes.
Durante la Semana Santa de ese mismo año, cerca de un millón de personas visitaron diferentes centros turísticos de la provincia de Buenos Aires. Durante el regreso desde dichos centros, se produjeron numerosas demoras en las principales carreteras de ingreso a la ciudad de Buenos Aires debido a la concentración de más de 300.000 vehículos en ellas. Uno de los conductores, ofuscado por los retrasos y las dificultades para regresar, señaló ante las cámaras de un noticiario que "semejante embotellamiento" se había producido debido a la "falta de policía en la ruta ordenando el tránsito". [...] Para él, como para muchos argentinos, las infracciones de tránsito cometidas por los automovilistas son una consecuencia directa de la falta de un sistema policial que haga cumplir las normas que regulan el tráfico vehicular, perdiendo de vista que la principal responsabilidad por las asiduas y cotidianas infracciones de tránsito que se cometen derivan básicamente del desapego recurrente que las personas tienen respecto de aquellas reglas [...].
La contradictoria impronta social, manifiesta por un lado en un exacerbado reclamo de protección policial, y por otro lado en el sistemático desapego a las normativas que pretenden regular, de algún modo, las relaciones sociales, también se expresa con énfasis en otras dimensiones de la vida colectiva.
El domingo 12 de noviembre, durante el segundo tiempo del encuentro futbolístico entre los clubes de Independiente y Racing, ambos de la localidad bonaerense de Avellaneda, el encuentro debió ser suspendido en medio de una feroz batalla campal iniciada por unos 300 hinchas de este último club contra los efectivos policiales que se encontraban ubicados en la misma tribuna cumpliendo labores preventivas. Las razones por las cuales aquéllos comenzaron a arrojar objetos y proyectiles de todo tipo contra los uniformados estuvieron dadas por el hecho de que su equipo estaba siendo derrotado por dos goles contra cero y el dominio de Independiente sobre su rival era neto, algo que, en la visión de los simpatizantes convertidos en delincuentes ocasionales, quedaba validado si, mediante semejante violencia, se suspendía el partido. Y ello fue lo que ocurrió cuando las autoridades policiales encargadas del operativo de seguridad determinaron que no estaban dadas las condiciones para continuar con el encuentro. La secuela de esa jornada violenta fue la detención de 36 personas, 25 policías sufrieron lesiones de distinta envergadura y hubo numerosos destrozos materiales.
No son pocos los simpatizantes y los dirigentes del fútbol en la Argentina que justifican y avalan actos de violencia si a través de ellos es posible obtener ciertas ventajas favorables para sus parcialidades, tales como, en el caso citado, evitar una "goleada" en un encuentro signado por una rivalidad clásica. Durante los últimos años se reiteraron acontecimientos de esta índole y, en numerosos casos, se cobraron la vida de alguna persona.
A los pocos días de aquellos lamentables hechos, José María Aguilar, presidente del club River Plate, una institución que mantiene una altísima deuda fiscal con el Estado, ofuscado por la adopción de ciertas medidas de seguridad por la Asociación del Fútbol Argentino hizo responsable de la violencia en los estadios deportivos al Estado, ocultando casi perversamente que se trataba de un negocio privado llevado a cabo por asociaciones y empresas privadas y que generaba una altísima rentabilidad. [...]
Aguilar dirige un club de fútbol que posee una de las "barrabravas" más organizadas y violentas de la Argentina, y que cuenta con la protección de la dirigencia institucional que él mismo encabeza. El domingo 11 de febrero, los integrantes protagonizaron en las instalaciones del club un enfrentamiento entre dos sectores mediante peleas a golpes de puño, con armas blancas y de fuego, que dejó varios heridos como secuela. Los directivos intentaron ocultar la gresca y emitieron un comunicado en el que deslindaban todo tipo de responsabilidad ante los hechos e indicaban que era la policía la que debía identificar a los protagonistas, ya que ellos no los reconocían. "River hará la presentación judicial correspondiente y le pedirá a la Policía la identificación de los intervinientes en el hecho", rezaba el comunicado, como si los autores de los disparos y las agresiones no fueran personas claramente conocidas y amparadas por esa misma dirigencia. Los sucesos ocurrieron en el interior del club y fueron llevados a cabo por allegados notables a los directivos aunque, en la opinión de éstos, era a la policía a quien correspondía identificarlos e intervenir en el asunto.
En este escenario social e institucional tan particular, la población, en general, proyecta a la policía como la instancia que debe tomar cuenta y conjurar todo tipo de desorden social, así como también prevenir delitos y aprehender a los delincuentes, y toda forma de desorden o delito es interpretada en forma generalizada como un fracaso de la labor policial. Se crea, entonces, una expectativa poco realista de la capacidad cierta de la policía ante cualquier incidente, pero en particular ante el delito en el marco de sociedades complejas y altamente diferenciadas. [...]
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